Un Oficio ingrato

 

Dedicado a Antonio Rómar, maestro, mi profe

Me había sentado al lado de Antonio. Inmediatamente me di cuenta de que había sido un error, porque ese día me tocaba leer. Empecé despacio, intentando mantener la calma y él en seguida se puso a trazar rayas en la copia de mi texto. Rayas rojas, abriendo en el papel una herida superficial, larga y precisa, dolorosa. Seguí adelante, como el patrón de barco que se lanza contra una escollera en medio del vendaval.

– “Entonces, Muriel sintió como la pena le subía por las entrañas, como un mar estéril que se iba muriendo a oleadas de tristeza. Nunca antes había visto de lo que era capaz Alberto. Ni en los momentos más oscuros de su vida común, ni en aquellos tiempos desgraciados en que la ausencia de trabajo se había convertido en una ausencia de sueños. Ahora tendría que recomponer su presente con él. Las semanas siguientes, los años, el futuro, si es que aún existía para ellos”.

Un nuevo arañazo de bolígrafo recorrió un buen tramo de papel. El rabillo del ojo se me estaba empañando y amenazaba con licuarse. Reconduje la órbita hacia el centro de mi lente para seguir leyendo, ahora un poco más deprisa.
–“Alberto permanecía callado, recogido en el sillón, donde permanecía….”
Vaya, lo había vuelto a hacer, otra repetición. Según lo iba leyendo me hubiera gustado tragarme esa última palabra. Una vez pronunciada, flotaba en el aire, acusadora. Raya roja, otra vez.
–…”inmóvil. Cuando por fin se levantó ya tenía la decisión tomada. Su mirada se escurrió frente a los ojos aterrados de Muriel. Y siguió adelante”.

–Biennnnn, –cuando Antonio hablaba así, arrastrando la consonante final, no era buena señal. El tiempo que ganaba al silencio le servía para calcular la proporción entre sus tachaduras y la capacidad de mi ego para aguantar los comentarios adversos. Y seguro que el cálculo siempre le salía inferior a lo que era en realidad. Tras la última “n”, esa que había arrastrado sin piedad, pedía opiniones a los presentes. Y se abría un silencio, un paréntesis doloroso, una burbuja enorme que nadie se atrevía a pinchar. Cuando por fin alguien arrancaba el resto se removía, más tranquilo, en sus asientos.
Los compañeros era benignos. Suavizaban palabras, elogiaban adjetivos, sonreían, magnánimos, frente a la desdicha. Como hacen los condenados a muerte, viendo al reo bajo la soga, sabiendo que uno de ellos será el siguiente en subir al patíbulo.

Después Antonio se erguía en su silla y desmenuzaba cada palabra escrita en el papel de fotocopia recorrido por la sangría de puntos y rayas: No se entendía bien la relación entre Alberto y Muriel. No había descripciones precisas del ambiente en la habitación, ni un puñetero detalle visual. El conflicto aparecía demasiado tarde. Los verbos bailaban del pasado al presente. Por no hablar de las comas, ni las repeticiones, ni las rimas…y, ya puestos, habría que quitar el principio y el final que, total, no aportaban nada a la historia.

Salí a la calle masticando el sapo que intentaba asomar entre mis dientes. En el vagón del metro, alguien sagaz o que no estuviera embobado en el móvil, habría podido descubrir que de la comisura de mis labios salía un hilillo verdoso.
Por la noche, cuando todo estaba en silencio, volví al texto. El ordenador tardaba en encenderse. Parecía que también necesitaba tomarse un respiro. Durante la siguiente hora, borré, añadí, cambié. Lo releí una vez más antes de darlo por concluido.
El personaje de Muriel tenía otro aire. Quizás más completo, pero también más formal.
–Eres una acomplejada. Que poco me has defendido hoy en clase. –Muriel saltaba en la pantalla del ordenador y me señalaba con bastante disgusto.–

No era la primera vez que me pasaba. Mis personajes se movían en ocasiones muy incómodos por la habitación. Una vez descubrí a uno preparando una bomba en el patio. Por supuesto le di a la tecla de borrar sin misericordia. Otro se suicidó tomando una caja entera de Tranquimazol. Me puso el baño perdido. Y ahora, Muriel.
–¿Pues qué querías? Así estás mejor. De todas formas no se entendía bien el problema que tenías con Alberto.
–De eso nada– insistía ella, pasando la mano por su pelo cobrizo– Alberto se ha pasado pero yo estaba dispuesta a perdonarle. Ahora ya no puede ser. No me va a quedar más remedio que abandonarle. Y todo por tu culpa.

Esto era más de lo que podía aguantar a esas horas de la noche. Le di al botón y cerré el texto.

Y no. No soñé con ellos ni con nada. Pero en cuanto amaneció, me pegué de nuevo al ordenador. Al releer el tercer párrafo comprendí que Muriel seguía enfadada. No me miraba y tenía los labios fruncidos. La fila del teclado más cercana a la pantalla estaba algo húmeda. Sin lugar a dudas había llorado. Si lo llego a saber, hubiera escrito que tenía 10 años más, con una cierta madurez, para que no se disgustara tanto, para que supiera tomarse la vida de otra manera. Entonces, ya no tendría el pelo color cobre ni Alberto se habría quedado prendado con sus piernas.
-–Muriel, lo siento, pero así te quedas.
Ella abrió los ojos y me lanzó un chorro de desprecio.
–¿Ahora qué hago con Alberto? Mientras tu dormías se ha largado. No le ha gustado nada que le cambiaras de sexo y está por ahí trastornado.
–Me parece que estáis exagerando– me estaba quedando sin argumentos– ya encontrarás a alguien que te guste de verdad.
–Alberto ya me gustaba y mucho. Y todos estos cambios los haces porque ese Antonio tiene sus cosas raras en la cabeza. Y vaya cabeza. Porque no me digas que su historieta de Ismael y Beatriz tiene sentido. ¿Qué me dices del pobre Braulio, que ha pasado de indispensable a invisible? Porque tu profesor lo diga. Con lo a gusto que vivían los tres. Y encima le dan un premio a su libro de cuentos. Ahora, ya verás, no os va a dejar vivir.

Me estaba empezando a alarmar. Muriel levantaba la voz y parecía a punto de llorar otra vez. Era capaz de arruinarme el teclado con tanta humedad.
–No sabía que ahora te dedicaras a leer los relatos de mi profe.
–Claro que sí. Aquí andamos todos revueltos, sobre todo cuando nos cambiáis una y otra vez. No nos has defendido lo suficiente, cobardica. Espero que no vuelvas a leer el cuento en tu clase. A saber qué se les ocurre ahora. De tu profesor ya hablaremos otro día, pero que sepas que el pobre Braulio sigue desquiciado.