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Estuvo un buen rato sumergido en el silencio opaco en el que se había convertido su memoria, intentando comprender dónde había ido a parar su ultimo pensamiento. Por si acaso, por si en esa ausencia de sonidos, se encontraba con el final de la frase que había dicho o imaginado y podía atraerla otra vez, llevarla al mundo de lo real. No sabía dónde se había perdido, seguramente pululaba por aquel lugar del cerebro donde no llegaba la claridad.
A Emilio no le costaba trabajo reconocer que, desde hacía tiempo, era incapaz de acordarse de cosas sencillas, y sin embargo, le venía a la memoria lo más complicado, esencial y triste de su vida. Quería dejar atrás aquellas ideas que no le hacían ningún bien pero no era posible. ¿Cómo podía explicarle al médico que el día a día se le iba volviendo del revés mientras veía a su alrededor cómo crecía la vida y era incapaz de sujetarla en su mente?
A veces confundía los recuerdos con los sueños, los pensamientos reales con sus citas imaginarias con el pasado. Y se preguntaba dónde estaría la frontera entre la locura y la salud y quién habría establecido ese límite.
Cuando cerraba los ojos Emilio estaba, mochila al hombro, coronando La Pedriza. Nunca iba sólo por aquellos sitios y eso que los conocía bien. Cuando apenas le llegaba a su padre a la altura de la rodilla iba con él y con muchos otros, más o menos de su edad. No es que conociera cada piedra pero se movían bien por allí. Alberto y él. Su amigo. Su mejor amigo. Desde que cambiaron el pantalón corto por el largo ya sólo iban ellos dos. Cantimplora y bocadillos. Ahora, además, una bota de vino, clandestina, por supuesto. Alberto solía decir que si bebían vino en bota les crecería un bigote fuerte y Emilio le contestaba con una sonrisa imaginando cómo sería besar a alguna chica con semejante ariete. Siempre que llegaban a lo más alto, sacaban el vino y le echaban un buen trago.
Ese pensamiento le llegaba a menudo, desde que había empezado a perder la memoria, desgastado y reiterativo. Un recuerdo que chocaba con los cristales de la ventana de la habitación, en ese almacén de viejos donde consumía las horas. Los tragos que le daban a la bota, el bocadillo de sardinas en aceite que comieron aquel día de marzo en cualquier pedrusco. El aire frío y la sensación de estar solos en el mundo, porque miraran donde miraran no había más que horizonte vacío. Emilio recordaba hasta lo que habían hablado Alberto y él aquel día. Aquel último día. Andaban preocupados porque las notas no iban bien ese trimestre, porque las vacaciones de verano estaban en el aire y dependían de la marcha del curso. Emilio le confesó que las cosas se habían torcido en casa y que su padre dormía algunas veces en el sofá y algunas otras ni siquiera pasaba allí la noche. Todo eso y más. Marta, la chica del instituto que parecía que le miraba, había vuelto sus ojos hacia otro lado. Alberto movía la cabeza, le comprendía, y le pasaba la bota de cuando en cuando. Seguro que esa mañana de asueto prohibido les pasaría alguna factura en forma de aviso del instituto. Otro más.
Emilio lo rememoraba una y otra vez, sobre todo cuando la cabeza le daba un respiro. Iniciaron el descenso antes de que cayera la tarde. La Pedriza tenía su punto de peligro cuando se iba el sol. Sabían que se perdía mucha gente, excursionistas que no sabían los entresijos de la sierra. Ellos sí. Sus 15 años les daban una sabiduría excepcional. Los tragos de vino, una valentía extraordinaria. Y así fue como Alberto perdió pie, resbaló en alguna de aquellas malditas piedras y cayó rodando hasta quedar tendido junto a una roca, abajo, mucho más abajo de dónde estaba Emilio. Cuando consiguió llegar, la sangre empezaba a empapar la tierra sobre la que había quedado la cabeza. A Emilio le parecía que se había roto. No solo la cabeza, también se había roto la persona, el cuerpo de su amigo. Le gritó varias veces, le empujó con rabia y finalmente le empezó a mecer, como si fuera un niño pequeño intentando que no se enfriara. Hasta ahí recordaba sin problema. Después tuvo una vida seguramente normal, o eso creía, pero agujereada por aquel episodio tan cruel y que le marcó a conciencia.
Muchos días apenas entraba el sol por esa ventana tan blanca. Incluso los cristales se empañaban por el agobiante calor de la residencia. Como si el frío de la vejez se pudiera quitar a fuerza de calefacción.
Sus hijos iban a verle todas las semanas. En los días peores también se le desdibujaban de la memoria y tenía que preguntarles los nombres. Ellos se miraban y reían, ponían cara de compasión y se marchaban. Lo que le extrañaba cada vez más es que la enfermera que le atendía le llamaba Alberto. Incluso el médico que le visitaba de vez en cuando. Alberto. Como aquel amigo que quedó tendido en las rocas mientras él le daba calor en aquella noche interminable. Alguien les vio al día siguiente, alguien gritó su nombre. Ahora no recordaba que nombre dijo. Alguien murió aquel día, de frío o de un golpe en la cabeza. De eso estaba seguro.
Estuvo un buen rato junto a la ventana, en el silencio opaco en el que se había convertido su memoria intentando comprender dónde había ido a parar su último pensamiento.