-
Algo sobre mí
-
Relatos
-
Cuentos infantiles
-
La Habitación Vacía
-
Sí, es cáncer
-
Enlaces amigos
-
Blog
-
Contacto
La araña ha ido haciendo un minucioso trabajo entre mis pies. Los dedos, que tienen un color fuerte y desgraciado, aparecen unidos por unos hilos muy finos que salen del vientre del insecto. De un dedo a otro, y a otro y rápido al otro pie y vuelta. La observo desde el último extremo de mis ojos entrecerrados. No sé el tiempo que ha tardado en hacer este entramado sutil, delicado, pegajoso. El tiempo…un concepto que se va borrando de mi cerebro como las cosas que transcurren hacia ninguna parte.
Los pies han quedado al descubierto porque la sábana ha sido incapaz de cubrir mi última desnudez. Ese bicho de ocho patas debe pensar que podía ser un sitio tan bueno como otro para crear su trampa mortal. Sus expectativas vitales me importan una mierda. Ni siquiera las mías parecían haberme infundido algo de sensatez cuando estuve vivo. Y es verdad que lo estuve, sí. Pero ya no respiro. Y eso siempre ha sido un síntoma de estar muerto. Soy incapaz de sentir frío, de oler. Sin embargo percibo una atmósfera cargada de productos químicos, quizás de éter o desinfectantes.
La luz es apenas un resplandor en un rincón alejado del cuarto. Suficiente. Los muertos no contemplan, no distinguen entre las sombras y no tienen enemigos de los que deban protegerse. Nada que esconder.
Aquí hay una iluminación parecida el día que conocí a Esther. Pero aquella luz que ahora me venía a la cabeza estaba rodeada de un halo medido, que conseguía que las copas, las confidencias y las caricias fueran menos perturbadoras. Una barra de un bar es un sitio perfecto para perder la cabeza, y yo acababa de perder la mía, unos minutos antes, al abrir la puerta de aquel garito y entrar en el calor de sus dominios. Los dominios de Esther, su coto de caza, la puerta del patíbulo.
Ese recuerdo tan difuso se me va encendiendo ahora, como una raíz que sobrevive tras un incendio que ha devastado un bosque. Algo minúsculo pero reconocible. Una ligera sensación de frío… Sensación…..¿Soy capaz de sentir? A la araña algo, muy poco, sé que está ahí, que va y viene por la piel de mis extremidades.
Siempre supe que Esther tenía un precio. El pelo largo y oscuro que dejaba caer sobre la espalda -la suya, a veces la mía-, la cicatriz de su vientre, la piel templada, tenían un coste que yo estuve dispuesto a pagar desde que probé una pequeña muestra de sus labios. Aquel día, que ahora veo tan lejano, yo era alguien. Respiraba, sentía, sabía desabrochar botones y firmar sentencias. Un ser humano que contaba y tenía un carnet de identidad que no había caducado.
Seguramente ella era la peor compañía que podía cruzarse en mi vida en ese momento. Para mí, era la mejor. No pedía nada, no imaginaba el futuro, no preguntaba. Esther hablaba poco y sabía escuchar. Y yo necesitaba contar. Porque me creía alguien interesante. Alguien a quien ahora una araña le está dedicando toda su atención. Parece que ya está terminando su trabajo alrededor de los dedos de mis pies. Su rutina se ha vuelto más lenta y a ratos sube por el empeine, como para contemplar la obra. ¿O quizás está buscando un nuevo sitio donde continuar su trama mortal? Si pudiera me movería, me quitaría de encima este pequeño ser que se afana entre mis piernas. Pero no puedo. Mi cuerpo está recorrido por una especie de liquido inerte, laxo, y mis emociones han pasado a otro estado, más profundo y alejado de la supuesta realidad en la que me encuentro. Lo veo todo pero no soy capaz de palparlo, como cuando estaba vivo y Esther se paseaba descalza por la habitación del motel.
Me gustaba hacerme el dormido y atisbar sus movimientos. Eran suaves, pero decididos. Su piel estaba cargada de ambición y quizás por eso permanecía desnuda, sin pudor, como si quisiera que yo me aprendiera de memoria cada uno de sus poros. Y yo lo hacía. Los recuerdo todos en este momento, en la semi penumbra vacía de esta habitación de muertos, con mi desnudez lívida y fría. La araña se mueve ahora por mi vientre. Gritar. ¿Puedo gritar? A pesar de la chispa que noto ahora dentro de mí, me sigue recorriendo ese acero líquido que me ata inmóvil a la camilla y me ha congelado la vida.
Esther sabía desde siempre lo que a mí ni se me pasaba por la imaginación. Cuando firmé la sentencia de aquel hombre al que condenaba a 30 años y un día por tantos crímenes, no pensaba que también estaba firmando mi propia sentencia, esta vez de muerte. Seguro que me habría temblado el pulso.
En todos los meses que duró el juicio no la vi por la sala, me habría fijado en ella. Porque a veces me gustaba atisbar cómo eran las familias de aquellos a los que yo ya consideraba monstruos mucho antes de que hubieran quedado probados sus delitos. Y ocurría a menudo porque un ciudadano normal, sin culpa ninguna, no llega a los tribunales así como así. Debo confesar que me producía cierta satisfacción ver a aquellos personajes que parecían emerger de una mala película de los bajos fondos: gordos, oscuros, soeces, chillones. Muy alejados de la pulcritud y el buen gusto en los que se desenvolvía mi vida, con mis amigos, las tardes de golf, las copas y tertulias, la paga generosa a mis hijos, la actitud cariñosa con Julia, mi mujer. Mi mundo, mi lugar en el mundo.
¿Por qué no me extrañó que Esther no tuviera un teléfono móvil? Aparecía en los momentos oportunos y no tenía prisa. Yo, a veces, sí la tenía, pero reconozco que se me paraba el reloj a medida que le desabrochaba la cremallera de la falda. Llegué a preguntarle cómo podía llamarla, localizarla y ella me contestó con una sonrisa: “¿Sabes que en el idioma de Turkana no conjugan el futuro? No existe para ellos. No se citan, no quedan. Sencillamente se buscan y se ven”. Me sorprendió que hablara de una región inhóspita de un país africano. Mirar en su bolso tampoco me pareció buena idea, porque seguro que ella también me observaba en los cortos ratos que parecía dormida. Ese halo de misterio, la incertidumbre de nuestras citas le daba un aire aún más atractivo.
A partir del día en que la conocí pensé que también formaba parte de mi mundo. “Te lo mereces”, “te lo has ganado”, como si beber la vida ahora de sus labios, fuera un premio, el punto más alto de mi ascenso profesional y personal. Y, la verdad, nunca imaginé que era ella, y sólo ella la que, desde su mirada serena, estaba tejiendo su propia red a mi alrededor. Confundí el ataque de sus caderas con pasión, y sí, era pasión, pero movida por la fuerza extrema de su odio.
Creo que si concentro toda mi atención en el dedo de la mano podría moverlo. Solo un pequeño gesto, suficiente para demostrarme que estoy vivo y quizás para demostrárselo a la araña que ya ha vuelto a su tarea, esta vez entre mi clavícula y la barbilla. Ahora ya la noto mucho más. Sus patitas trazan círculos sobre mi piel, buscando el mejor punto de anclaje. Espero que no se fije en mis labios entreabiertos. Si pudiera exhalar algo de aliento, una muestra, aunque sea escasa, de que puedo respirar. Todo inútil. Mi grito interior crece, pero ni una gota de sudor, ni de sangre.
Los recuerdos de la noche anterior me están viniendo como oleadas. Bebimos y besamos, sin límite. El chocolate que con tanto esmero hice envolver a la empleada de Godiva, se quedó olvidado en una silla, junto a su bolso. Las copas estaban al alcance de nuestras manos, aplacando mi sed y la suya, quizás por primera vez desde que nos conocíamos: su sed de venganza. Algo entró en mi sangre que me dejó inerte, como estoy ahora, sintiendo sin sentir. Una anestesia bien estudiada en forma de bourbon con hielo, y un ligero aroma dulzón a despedida. Su sonrisa, la última imagen que tengo de la vida, una mueca burda transformada en ese momento en algo también oscuro, soez, chillón…..
La araña juega ahora con el lóbulo de mi oreja. Busca. Se ha abierto la puerta de la habitación. ¿Lo he oído o acaso he notado una ligera corriente de aire? Hay más luz, pero el foco que acaban de encender sobre mi cabeza no me ciega y eso que tengo los ojos ya completamente abiertos. Cada vez percibo más todo lo que ocurre a mi alrededor. El olor, el frío, los ruidos. Las voces de dos personas con batas y mascarillas que acaban de entrar. Apenas distingo los instrumentos que cogen de un carrito, pero escucho esos ruidos metálicos. Apartan la sábana, la tiran a un rincón y dicen algo despectivo, que no distingo, pero percibo por el rictus de asco de sus labios que se acercan a mí.
Uno de ellos grita y eso sí que lo escucho perfectamente.
–Oye, ¡este tío me ha mirado!…tiene los ojos abiertos …- dice a continuación y muy alterado-.
–¡Qué susto me has dado, cabrón! No me extraña que no se los hayan podido ni cerrar. Se lo debía estar pasando muy bien cuando le dio el chungo. No le daría tiempo ni a enterarse -responde el otro mientras se ajusta los guantes quirúrgicos que hacen un ruido desagradable. – (Ahora ya puedo oír todo… para mi desgracia.)
–Qué cosas, ya ves, de la tía ni rastro. Dicen que se llevó hasta la copa. No ha dejado nada. Mucho magistrado, mucho juez y mira donde ha acabado.
–El domingo hacemos barbacoa, pasaros Alicia y tú si queréis.
–A esa no se la vuelve a ver el pelo, ya verás, por lo que ponía en la prensa. Oye, me parece que éste ha movido un dedo.
–No digas gilipolleces -contesta, muy cerca de mi cara, subiéndose la mascarilla-. Lividez, rigor mortis… y el informe del electro del paro cardiaco. Mira que horror, tiene hasta telarañas. Acércame el bisturí. Hoy lo hago yo y tu tomas las notas. A ver si acabamos pronto que salen los críos a las cinco.
La araña seguramente ha escapado. Ya no tiene nada que hacer aquí, nunca lo tuvo en realidad.