Una Vez más, la Última

 

Hay encargos que son especialmente dolorosos. Este era uno de ellos. Lo supe desde el principio. Desde que Mario, de calle de la Estación 9, primero A, abrió la puerta. No preguntó quién era antes de abrir, ni uso la cadenita anti Testigos de Jehová. Abrió, sin más, como si me esperara. Por un instante, solo por un ínfimo segundo se le borró la sonrisa de los labios. En seguida la recuperó mientras me señalaba un sillón de orejas para que tomara asiento. Él se acomodó enfrente, sin quitarme la vista de encima, sin perder ya la expresión alegre, que había recuperado en un intento de aparentar sosiego.

–Sabías que vendría, ¿verdad?
–Pensaba que me podría librar. Cuando murió mi padre tuve mis dudas. Estuve bastante tiempo hecho polvo.
–Lo sé. No hizo falta que viniera. Pero a los jefes les sorprendió lo bien que te recuperaste.

Mario levantó las cejas y, seguramente el recuerdo de su padre le hizo entrecerrar un momento los ojos y esbozar un leve rictus en la boca. Como si oliera algo antiguo y remoto. No dijo nada. Se quedó mirando el borde de la alfombra que tenía algún fleco descosido.

–Lo atribuyeron al viaje por Canadá que te pegaste con el dinerito que te dejó.
–Necesitaba descansar. Sabrás que estuvo dos meses en el hospital y luego los paliativos en casa…
–Si, si. No te digo yo que no, pero que sepas que sonaron las alarmas con el bailecito con aquella chica morena en Vancouver y todo lo que pasó después.
–¿Y no se fijaron tus jefes en lo mal que lo pasé en las elecciones de 2016?
–¿Mal? Pero si ibas en cabeza de lista y ni un sólo escaño sacasteis… y ni por esas te pusiste enfermo.
–Oye, que sí, que pensé en irme de aquí y no veas como me atraían las vías del metro. Si estuve tomando pastillas y todo.
–Reconocerás, espero, que lo que más te gustaba era la visita a la psiquiatra que, entre receta y receta, le disteis al morbo que no veas.

Me daba cuenta de que se estaba quedando sin argumentos y la sonrisa era ya más una mueca que otra cosa. En su cara y en el trajín nervioso de las manos se veía que regresaba al pasado buscando momentos tristes, sucesos que a los demás humanos les podría costar una etapa emocionalmente inestable. Mario era de otra forma: iba pasando por la vida con una sonrisa fácil y con un animo envidiable.

No quería yo recordarle el aborto de Clara. A ella sí le costó una enfermedad y él había aparentado un dolor que en realidad no tuvo. Tal vez nunca había querido ese hijo. El divorcio que vino después tampoco le importó mucho.

Me estaba dando pena ver como Mario se frotaba las manos, nervioso. ¿Qué pasaba por su cabeza en esos momentos?. ¿Estaría rememorando los sucesos tristes de su vida o los alegres? ¿Buscaría una excusa para seguir disfrutando de cada día como siempre sin preocuparle el futuro ni sentir culpa por el pasado?
¿Se estaría despidiendo de algún recuerdo especialmente divertido? Debía ser eso porque me miró con una expresión suave.

Le había tomado cariño a este chico. Me hubiera gustado ser como él cuando formaba parte del mundo de los vivos. Y no un cenizo como fui yo. De esos de los que todos huyen. Solo sabía hablar de enfermedades, de las mías y de las de los demás. Los divorcios de mis compañeros (¿tuve amigos alguna vez?) me solían dejar un regusto dulce en la boca. La muerte de mis padres fue un mazazo de tal calibre que nunca me repuse. Yo mismo puse fin a todo con apenas 30 años. Y no fue en el metro, desde luego, que siempre me ha espantado el ruido que hace y la porquería que hay entre los raíles.

La última vez que hice una visita del estilo de la que le estaba haciendo ahora a Mario conseguí mi objetivo muy pronto. Era un viejo que se había pasado la vida aferrado a sus miserias tan contento, sin preocuparse por nadie. Sólo tuve que ponerle enfrente del espejo de sus días vacíos. Cuando yo llamé a su puerta, la soledad había hecho su trabajo y por lo que ahora sé, está ya permanentemente sumido en un desánimo total.

Mientras recordaba todo esto, Mario me miraba con atención. Había dejado al lado sus propios pensamientos que cada vez eran más sombríos, para intentar inmiscuirse en los míos.

Lo estaba consiguiendo.

Se me quedó mirando con la esperanza ya perdida.

–¿Te importa que me ria por última vez?