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Daniel era un sevillano opaco. Nada disfrutón. De los que no dan palmas ni casi los buenos días. Merodeaba los 50, como un perro puede olfatear un hueso viejo sin atreverse a hincarle el diente. Parecía que se había quedado ahí sin querer cumplir los siguientes, por no adentrarse en la estepa de la incierta edad. Las expectativas estaban ya marchitas. Aquel horizonte de futuro que tiempo atrás veía tan lejano estaba ya ahí mismo y era un verdadero callejón, un agobio sin alivio a la vista.
–Venga, Dani– le animaba el chófer del bus con el que pasaba todas las horas del día– que ya tenemos to´l pescao vendío.
Curro decía esto agarrado al volante, con un acento andaluz que le salía de entre los huecos de la dentadura y enseñaba las encías riéndose de todos y de todo.
Daniel solía contestarle con un gesto, mas que con una sonrisa, parecido a un rictus de los hombros. Protegido por unos pantalones vaqueros históricos había renunciado en algún momento a sus metas, la ambición de ser algo más que un guía turístico con contratos efímeros y penurias invernales.
Pensaba que eso de llevar turistas todo el día, de un sitio a otro, contando las mismas cosas, en un ambiente derretido era de lo peor. Le permitía pagar el alquiler. Y la compra. Y un par de platos del japo los viernes por la noche si no había que acompañar a algún grupo de tarados a algún espectáculo. Poco más.
Dani, estudia. A su madre le habían salido llagas en la lengua de tanto como le había insistido. Lo de Daniel, mas bien era sentarse en las plazas de su ciudad, en los parques, y dejarse llevar. Nada útil ni de provecho. Ahora seguía haciéndolo, pero llevando una caterva de individuos dispares a sus espaldas, como si le persiguiera una maldición.
A pesar de su aire nervioso y algo desvaído, los turistas le adoraban. Debían considerar que era un rasgo pintoresco, propio de la esencia andaluza y que contrastaba con la verborrea -magnífica, arrolladora- de Curro. Séneca y Juanita Reina. Contrastes que funcionaban. Que a los yankis les hacía reír a carcajadas, aunque no entendieran casi nada de lo que decían y se decían el chófer y el guía.
Hacía demasiado calor en Sevilla. Cada año era peor que el anterior. Y los grupos viajeros tenían el tiempo tasado y programado desde que pagaron el último euro de la reserva. Daba lo mismo como amaneciera, la crisis climática, o la amenaza de un ataque nuclear. Estaba escrito en el folleto y todos, siempre siempre exigían el cumplimiento de lo prometido.
–Señora, por dios, suelte el ali oli que eso no se bebe.
–Paella mañana, si… para cenar…como pone ahí y luego cochinillo, sí. No se preocupe.
(Dani estudia. Cómo se acordaba de su madre…)
En el fondo, les tenía bastante asco pero, mucho más en el fondo, a Daniel le daban pena. La mayoría viejos con una pinta infumable, y gordos, gordísimos, que dejaban caer una barriga incontenible por encima del último agujero del pantalón corto. Porque en Sevilla, a las 3 de la tarde, no había quién parara, pero allí estaban ellos, programa en mano que les apuntaba que después de comer, había paseo por la Giralda. 43 grados a la sombra. Seguramente 50 debajo de sus gorras de marca.
Había tenido de todo. Grupos de escoceses curtidos a fuerza de whisky y de no dejar ni una propina. Los chinos estaban bien. Sonreían y decían sí a todo y luego ponían pegas en las encuestas de satisfacción. De Rusia ya no venían y era una pena porque Curro se había quedado con las ganas de intimar con alguna de esas rubias tan mollares que venían antes de la guerra. Ahora, lo que más abundaban eran los grupos de yankis. Desde que estrenaron en su país Juego de Tronos y se supo que buena parte se había rodado en Sevilla, no paraban de llegar. Los yankis eran los peores. Y si provenían de algún crucero atestado todavía más. No estaban dispuestos a perderse ni una linea del programa.
Aquel año tuvo un grupo de 30. De Arkansas. 10 días en Sevilla, en agosto, antes de tirar para Italia. Las dos primeras jornadas se conformaron con los paseos habituales. En la Plaza de España se habían hecho fotos en todos todos los baldosines de todas todas las provincias. Graznaban sus risotadas sin importarles el calor ni las miradas de las pocas personas que pasaban.
El tercer día decidieron que querían, a toda costa, subirse en el crucero del amor. Ese barquito turístico tan estilizado que vivía atracado junto a la entrada del parque Maria Luisa.
–Pero si ese barco hace siglos que no se mueve de ahí– decía Curro, con las encías a tope.
–Ya se lo he dicho, pero ni caso. Quieren barco, pues barco, mira que yo a estas alturas lo que quiera el cliente.
Tuvieron barco. Pagaron barco. Pero lo mismo les hubiera dado que estuviera amarrado en el museo naval porque de ahí no se movió en los dos días que contrataron la supuesta excursión. Ni visita a Doñana, ni paseo por la desembocadura del Guadalquivir, ni nada. El capitán (que era un señor que tenía un bar en el barrio de Triana y un contrato con una compañía naviera fluvial de pacotilla) esgrimió todo tipo de inconvenientes para levar el ancla: que si las autoridades avisaban de corrientes chungas, que si había alistamientos de aves migratorias y no se les podía molestar, y todo eso lo argumentaba mientras una cohorte de camareros escanciaba copas de fino y si era la hora, gin tonics y mojitos a destajo.
Daniel y Curro observaban el panorama desde el aire acondicionado del bus, atendiendo las quejas por teléfono que los de Arkansas de vez en cuando les pasaban. Cuando caía la tarde y aflojaba un poco el calor, el chófer desplegaba un patinete eléctrico que guardaba en la tripa del bus y se acercaba hasta el barco. Charlaba un momento con el escocés menos borracho del grupo y se volvía a toda la velocidad que desarrollaba el motorcillo del patín.
–Todo bien– le decía a Daniel. Y se reían hasta que les dolía la cara y la tripa.
A los dos días salían los yankis dando tumbos y un poco más cerca de la cirrosis que, seguramente, y unos años después, les llevaría a la tumba, pero ya en su país.
La noche del tablao flamenco se pusieron creativos. Les dio por disfrazarse de toreros y así se los encontró Daniel cuando pasó a recogerles por el hotel. Todos ellos (y ellas) embutidos en los trajes de luces y alguno, incluso, no quiso renunciar al sombrero de cow boy, con un resultado magnifico. Cuando los vio el chófer no podía contener la risa ni las lágrimas.
–No puedo con ellos, Curro. Qué ridículo. Como tu no tienes que entrar ahí. Me van a hacer coplas, verás.
Hubo música y bebida y palmas y mas palmas. Los encargados del local les hacían fotos y se partían de risa. Les invitaron a subir al tablao a bailar sevillanas y alguna chica incluso les intentó enseñar algún paso. Entre el calor, los focos y el baile, a los más gordos se les empezaron a reventar las costuras de los trajes. Algunos volvieron a las mesas entre risas. Una pareja intentó aguantar bailando hasta que prácticamente se quedaron en cueros, desinhibidos sus mas de 70 años, gracias al fino y a las risas y el jolgorio que se creó en toda la sala. Un espectáculo que no pararon de fotografiar ni los clientes ni los camareros. En las redes sociales las fotos al día siguiente, seguro. Y él, Daniel, en medio.
A la vuelta, Curro siguió riéndose a carcajadas. Él tenía más ganas de llorar que otra cosa.
–Si es que no puedo más, ya te lo digo. Y aún quedan días con estos cretinos
(Dani, estudia. ¡Cuánta razón)
Sevilla brillaba de albero y sudor. Ese verano parecía que había caído una bomba letal de calor. De un calor infame que tenía acogotados a todos y no soltaba a sus presas ni de noche ni de madrugada. Costaba respirar. Los mosquitos reventaban sangre de mil culturas y se paseaban por el blanco encalado que ya no resistía más y aflojaba el poco fresco que alguna vez retuvo.
A las 8, como cada día, y agitando el programa como un abanico, le esperaban los 30 yankis, bien duchados, desayunados y ya sudorosos en el iglú que ponía recepción. La mañana fue larga, eterna: La Catedral, el Real Alcázar, y siempre las fotos, cada respiración merecía ser inmortalizada. (¿Por si acaso era la última? Se preguntaba Daniel).
Sorry, una foto, sorry, un selfie, sorry toilet, please.
–Te falta correa, Dani– le decía el chófer en voz baja.
–Tira para Maria Luisa, Curro, que estos van a hacer la digestión de la comida hoy a la orilla del río.
–No me jodas, tio. Que estamos a 47 grados. Les va a dar un perreque.
–Aquí lo pone: a las quince, al parque.
Esta vez no se rieron. La calle era un desierto pegajoso.
–Da hasta miedo– terminó por sentenciar Curro mientras enfilaba la calle con el aire acondicionado a tope que rugía con rabia tras los respiraderos del bus.
–Sorry, hay no-ri-a, allí– y el yanki señalaba hacia el traductor de su teléfono y a la gigantesca noria que habían instalado en el centro del parque. Un reclamo más para el turismo. Vistas increíbles de la ciudad, prometía la propaganda que les habían dado en la recepción-iglú del hotel.
Daniel y Curro se miraron. No dijeron nada pero les acompañaron hasta la taquilla de la atracción. Después se volvieron al bus y le dieron todavía más fuerte al aire acondicionado.
Fue cosa de media hora. Se subieron los 30. Alborotados, llenando de risotadas el aire del parque que languidecía bajo la potencia del sol. En la primera vuelta aún sonreían y se hacían selfies cada vez que una cabina llegaba al cenit. A la quinta vuelta, se fue haciendo el silencio. En la sexta se volvió más espeso.
Daniel le pidió el patinete a Curro y se acercó hasta la chiscón del feriante. Puso más dinero encima del mostrador de aluminio, que prácticamente ardía y se volvió al bus lo más deprisa que pudo.
La noria giró muchas más vueltas.
Primero se fueron quedando rígidos, después los cuerpos iban apareciendo ennegrecidos. Algunos, pocos, pasaban a un color violáceo bastante curioso. Antes de que llegaran los bomberos, Dani pudo calcular las vueltas que debía dar un pollo al ast para estar listo. Google no decía nada al respecto. Alguien dijo después que el olor llegó hasta las 3.000 viviendas, y que daba mucho asco.
Curro se encendió un cigarrillo –aunque estaba estrictamente prohibido hacerlo en el bus– y se dedicó a hacer círculos de humo en el aire.
Daniel se le quedó mirando:
–Si me meten al trullo voy a hacer ahí una carrera, tío.