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Juan Luis se despertó de golpe. Primero fue un ruido inusual en la escalera. Después, los golpes en la puerta de su casa, los gritos que le llamaban por su apellido. Se estremeció. Era cuestión de tiempo que fueran a por él. Cerró los ojos con fuerza y sintió como le crecía una bolsa de piedras en el estómago. Nada de sentidos nublados. La borrachera en la que llevaba hundido varios días se había disipado de pronto.
Hacía tiempo que había perdido la esperanza. Apenas salía de su habitación si no era para gritar, asomado al balcón. Al principio alzaba la voz para compartir las horas que se le hacían enormes cuando no tenía una botella a mano. Algún caminante levantaba la mirada fugazmente y seguía su camino.
Pasaron los meses y la voz se fue convirtiendo en aullido y después en gritos, en insultos hacia todo lo que se movía por allí abajo, por la calle. Ese sitio donde comenzaban todos los problemas.
Su habitación era el único refugio. El lugar donde se encerraban los sueños que tuvo una vez. A veces, cuando el penúltimo trago de vino había hecho su efecto, buscaba en los desconchados de las paredes, por si ahí se había escondido alguna de esas ilusiones que nunca pudo alcanzar. La bombilla que colgaba, desnuda, en el centro del techo, se había hecho cargo, en varias ocasiones, de sus quejas.
Las litronas de cerveza habían rodado debajo del caos de mantas y trapos que tenía por cama. Unos días antes las había vaciado sobre su cirrosis diagnosticada. Un colchón deforme sobre un somier desvencijado, hundido en el centro, caliente y sucio.
En el repliegue de una manta dormía un gato negro, gordo, que alzaba unos ojos húmedos si notaba algún movimiento fuera de lo normal.
Juan Luis vivía dentro de aquella cama. Junto a aquel gato, en medio de aquel olor. Podía ir hasta el baño, y podía también llenar de agua la palangana que le servía al gato de bebedero. Lo situaba cerca del bote de cerveza que tuviera más cerca de la cama.
Habían pasado ya varias semanas desde que las buenas vecinas que le traían algo para comer habían desaparecido. Juan Luis las había echado. Metían la nariz en sus cosas. Le daban consejos y le daban también chocolate a su gato. Por eso, Saturno andaba fatal del hígado.
Así lo declamó por el balcón un día. “No se le da azúcar a los gatos, cabronas, que me lo matáis”. Y cabronas dejaron de dar chocolate y todo lo demás.
Por eso, tuvo que salir de su cama, de su habitación, de su destartalado y oscuro piso de la segunda planta de aquel edificio que olía siempre a algo gris, áspero y monótono. Le costó bajar cada escalón. No quería ni imaginarse cómo iba a ser la vuelta, subir todo aquello, después de haber respirado el aire envenenado de la calle Londres. Madrid se le había vuelto del revés también. Como todo.
Aquello fue su perdición. Se le debió caer el amuleto de la buena suerte en algún peldaño del penoso descenso. Tan sólo eran dos pisos, pero fue como una bajada a los infiernos. Al suyo propio, al de un Juan Luis que había perdido mucho antes ese amuleto, si es que alguna vez existió.
Entró despacio en la pequeña tienda que estaba tan sólo a unos metros del portal de su casa. Intentó no levantar la mirada. Quería concentrarse, únicamente, en los pasos que debía dar hasta llegar a la estantería de las cervezas. Las más baratas. Sacar las monedas del bolsillo. No quería encontrarse con la mirada de Fina que le observaba desde el mostrador.
–Hace tiempo que no baja Julio. ¿Le vio por fin el médico? Cualquier día le da algo.
Juan Luis contestó encogiéndose de hombros, la mirada fija en la mano y las monedas, y con un destino: salir cuanto antes de allí, con las cervezas en una bolsa y poder dejar atrás la cháchara de Fina. Pero ella salió de detrás del mostrador y se le encaró.
-¿Que dónde está Julio? ¿No me oyes? El otro día se os oía la bronca desde aquí. No quise llamar a la policía pero…
No hizo más que intentar apartarla con el brazo. Ella se cayó para atrás a la vez que Juan Luis intentaba abrir la puerta. La cabeza sonó a hueco contra el suelo. Él la apartó con el pié. Seguramente el zapato la desplazó con más violencia de lo que él hubiera querido. Pisó una pequeña mancha de sangre que se estaba agrandando en las losas del suelo. Se sorprendió con el color tan rojo que le manchaba el borde del zapato. Él no quería eso aunque le tenía ganas a esa cotilla que hablaba mal de ellos. De Julio también. Que se metía en sus vidas como si le debieran algo. Se acordó de Julio. Es verdad que llevaba días sin verle. Su habitación en el piso que compartían desde hacía años estaba cerrada y en silencio. Eso era raro. Incluso en los momentos en que más borracho había estado, le había oído toser a través del tabique. La tos de Julio era, en aquel piso, casi tan continua como el goteo del grifo de la ducha.
Subió a su piso todo lo deprisa que pudo. Una vez dentro, empezó a respirar algo mejor, a notar que el corazón volvía a su sitio. Se sumergió en el calor de la cama. Saturno extendió sus patas delanteras y buscó una caricia. Volvió a olvidarse de Julio en el querido y amargo regusto del primer sorbo de cerveza. De la primera, de la segunda, de todas las que siguieron a continuación. Sin pausa, aplacando una sed que le duraba años.
Ahora llamaban a la puerta. Y en ese momento en que salía de la confusión del sueño, en que se le abría en la cabeza la imagen de la sangre del suelo en la tienda, la ausencia de días o semanas -quien se puede acordar- de su compañero de casa, llamaban con furia a la puerta.
Pero no eran ellas, no eran las cabronas, ni Fina, ni siquiera Julio que tenía su propia llave y su propio silencio. Todo era griterío al otro lado de la entrada de falsa madera. Policía, Samur, … unas y otras voces se aplastaban, se confundían, metían prisa, urgencia por entrar.
Juan Luis se deslizó más y más adentro de la manta. Saturno bufó, molesto con el trajín y el ruido. Que abrieran la puerta era cuestión de minutos. Él sabía bien lo que iba a ocurrir. Tendría una cama de verdad pero esa vez ya no habría vuelta atrás. Ya no podría volver a su casa. No habría un después, se lo habían advertido demasiadas veces. A la desesperanza le daría lo mismo los desconchones de otras paredes.
Pero las correas, los medicamentos a todas horas, las inyecciones, eso no. Y lo peor, lo peor de todo es que no volvería a ver a Saturno. Y eso lo intuía el felino que se estiró despacio y le miró con desprecio. Saltó hacia el balcón a la vez que una mano feroz le cogía del brazo a Juan Luis. Sintió otros dedos como tenazas en las piernas huesudas. Dolían esas manos y esas voces que ya le estaban inmovilizando. No le sirvió de mucho bramar como un animal cuando vio que Saturno saltaba al vacío desde la barandilla. Demasiado tarde para él también. Otra oportunidad perdida. Una más.