Un Cuento por la Noche

 

“Para escaparnos de nuestra memoria,

si tuviésemos alas

muchos las usaríamos.”

Emily Dickinson

Martín se tapó con la sábana  y tiró de la manta todo lo que pudo. La almohada era muy pequeña, pero su padre ya había comentado que los niños pequeños debían dormir sin ella, o por lo menos con una como la suya. Su padre sabía todo eso y mucho más pero seguramente, con tantas cosas en la cabeza habría olvidado que ya había cumplido los 8 años y quizás iba necesitando algo más de altura para su cuello.

La luz de la mesilla estaba encendida. Mamá subiría a leerle un cuento. Como cada noche. Casi como cada noche. A veces ella no estaba y se quedaba sin cuento. Mari, la cuidadora, no siempre tenía buen humor, bueno, casi nunca tenía buen humor y se quedaba abajo, hablando por el móvil, bajito, muy bajito, aunque Martín podía oír alguna frase suelta. Siempre había líos en sus palabras y alguna que otra palabrota. A él le encantaba imaginarse lo que decían al otro lado del teléfono. Pensaba que si los teléfonos tuvieran cables que les unieran, estarían ardiendo. Mari no le leía nunca cuentos. Estaba demasiado ocupada en sus problemas. Papá tampoco leía cuentos. Cuando él era mucho más pequeño, alguna vez lo había intentado pero casi siempre, a la mitad, decía que eso eran tonterías y lo dejaba. Incluso se enfadaba con mamá porque a ella le gustaban o seguramente por alguna otra cosa. Nunca se sabía por qué se enfadaba o él no conseguía saberlo.

Cuando mamá por fin subía, Martín oía sus pasos en la escalera. Antes de que ella alcanzara el escalón 18, el último, a él ya se le había abierto una puerta en la cabeza. Estaba dispuesto a dejar entrar por ella a piratas, zombies, caballos voladores y lobos hambrientos. Lo que fuera, menos princesas asustadas o príncipes desterrados que, sencillamente, eran un rollo. Gaby, que había sido su compañero de litera en la granja escuela le contó que a él le dejaban jugar con la consola de su hermano y había conseguido liquidar a varios guerreros del híper-espacio. Martin no tenía hermano ni consola, así que todavía no había matado a nadie. Quizás cuando tuviera una almohada más grande, también tendría una consola y entonces ya verían esos guerreros malvados de lo que era capaz.

La bombilla, en el techo, trazaba un círculo grande, luminoso, que dejaba en penumbra el resto de la habitación. Mamá todavía debía estar por la cocina. Se oían ruidos apagados de vasos. No tardaría en subir. Aunque a veces sí que se quedaba demasiado rato abajo, hablando con papá. También se les oía en susurros, como si estuvieran muy lejos, mucho rato. Cuando eso ocurría Martín se iba quedando dormido y mamá se limitaba entonces a darle un beso, subirle más la manta y apagar la luz. La siguiente vez que abría los ojos, era ya de día, y el cuento se había perdido para siempre. Una pena.

Quizás hoy era una noche de esas porque los ruidos se oían más fuertes y sin embargo ya no sonaban los vasos ni los cubiertos. Eran otros, distintos, más secos. El sueño llegaba sin darse cuenta, sin avisar. El círculo de luz del techo se iba disipando según los párpados se  caían sobre los ojos. Los caballos voladores se posaban, cuidadosamente, sobre la almohada. Los ruidos que venían desde abajo los espantaban y hacía que revolotearan como si fueran moscas. Martin estaba seguro de que eran caballos, blancos, con el pelo agitándose en el aire. A ratos relinchaban, desde lejos, desde detrás de una puerta que se había cerrado con un golpe muy fuerte.

¿O no era una puerta?

Le despertó el grito de su madre. Un crujido enorme. Tan grave y profundo que estremeció todas las paredes de la casa. Aquel grito subió escaleras arriba sin detenerse en el peldaño 18 y le atravesó como la espada de un guerrero del hiper-espacio. Aquel grito. Los caballos, entonces, salieron volando.