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Erase una vez una señora, concretamente una abuela, que tras pasar las penurias de una enfermedad grave, decidió que iba a ser muy mala. Planificó todos los detalles de su nueva actitud en la vida: nada de bonitas palabras que ayudaran a otras personas en su amarga situación, ni una sola fiesta, ni divertidas meriendas con los nietos. Decidió que ya nunca, jamás, haría las clásicas magdalenas y bizcochos de yogur que las abuelas, las otras abuelas, hacen. Ella no. Ya no.
En su nuevo papel de mala persona llamaría a todos sus nietos de otra manera. Se había acabado lo de “chiquitín”, “mi niño”, “mi amor” ,” cosita” y otros apelativos con los que hasta entonces había salpimentado su relación con los más pequeños. Ahora eran “cejijunto”, “merluzete”, “orejotas”, “narigudo”, “boca-rana”…
Aquella abuela durante bastantes años, se había sometido a un psicoanálisis y como resultado más notable su ego se había subido a las nubes. Era un ego estratosférico, inaguantable y tan superlativo, que le había dictado a aquella señora que a partir de ese momento iba a hacer lo que le diera la gana, a decir lo primero que pensara, fuera lo que fuera. Aunque se llevara por delante sus relaciones sociales, por costosas de construir que hubieran sido.
Una mañana cualquiera, salió al supermercado. Como la lista de delicias que solía cocinar se había reducido considerablemente, la de la compra también, ya que cada vez tenía menos visitas. Poca familia y ningún amigo estaban dispuestos a compartir mesa, mantel, y los exabruptos de la señora, así que iba ligera y contenta.
Pensaba en coliflor, mientras recordaba que su nieto Javi se iba a acercar a comer. “Coliflor cocida. Filete de hígado y que vuelva a por otra”, pensó. Todo un ejercicio de estilo esto de pensar en maldades, y ya había dibujado una sonrisa amplia cuando el cajero del super le metía la compra en la bolsa mientras repetía “6,80, señora”, con voz grave, y un ligero acento extranjero. La placa en la camisa ponía “Samir”. “Será moro”, quiso pensar, pero como últimamente se le escapaba el pensamiento por la boca después de tanto psicoanálisis, lo dijo en voz alta, más bien en voz muy alta. Samir la miró primero sorprendido y algo disgustado, después divertido. No debía ser la primera vez que lo escuchaba y su posición detrás de la caja registradora no le dejaba lugar a muchas protestas ni enfrentamientos con el cliente. Y menos con esa cliente que sonreía a la vez que fruncía el ceño, cosa que le parece bien difícil.
“Del Sáhara, señora”, apuntó, mientras le entregaba la calderilla del cambio.
El señor que iba detrás de ella en la cola no pudo menos que saltar. Llevaba el carrito hasta arriba y debió pensar que, el ser mejor cliente que esa señora, le daba derecho a meter baza.“Vaya comentario. ¿No le da vergüenza?. ¿Qué es eso de moro? “. Las imprecaciones fueron en aumento. Tanto, que a Samir no le quedó más remedio que salir en defensa de la señora, sobre todo cuando el cliente envalentonado la empujó con el carrito y la tiró. Ella cayó de bruces y su peluca salió despedida, dejando bien visibles los estigmas de una pasada quimio.
Con el barullo que se organizó, al final no se sabía qué estaba pasando. Una señora mayor atacada por un hombre sin modales y muy enfadado y defendida por un árabe. La abuela estaba encantada. Se sentía la heroína de una historia porque todo el mundo la miraba con compasión y si no hubiera sido porque le sangraba una rodilla se habría echado a reír. Se abstuvo, cogió su coliflor y el paquetito con el hígado y se marchó casi con altanería, dejando atrás un cierto caos.
Poco antes de llegar a su casa, se paró en un banco en la calle. No tenía prisa y el tiempo había mejorado. No tardó ni media hora en pasar Samir, mochila a la espalda, y las manos en los bolsillos. Pasaba de largo, pero ella le llamó : “Eh, chico, ¿ya no trabajas?”. “Pues no, con el lío me han echado. Pero no importa”.
“¿Cómo que no importa? Te vas a quedar así, tan fresco, y por algo que no has tenido la culpa?”, replicó la mujer.
Él se encogió de hombros y siguió su camino. Ya había tenido bastante y la sola presencia de ella le causaba malestar.
“Ven, volvamos a la tienda, esto no puede quedar así”, insistía ella una y otra vez, mientras seguía acomodando el paso tras él. Que si tenía sus derechos, que si no se podía consentir un despido así por las buenas, que ella le acompañaría y diría….
Samir no se pudo aguantar Se dio la vuelta y le puso la zancadilla. Inevitablemente, ella fue a parar al suelo y el chico salió corriendo sin mirar atrás.
Ahora le sangraba la otra rodilla y la peluca, que ya era toda una maraña reposaba en unos cardos un poco más allá. Pero su ego, ay, su ego… ese se había estrellado contra la tierra y era totalmente irreconocible.
Tardó un buen rato en recomponerse. Se sentó en el banco mientras se sacudía la tierra, se guardaba la peluca en el bolso y se quitaba las lágrimas con un pañuelo que consiguió sacar del bolsillo.
–¿Abuela, qué pasa?- esa voz le sonó a ella a música celestial.
– Ay, Javi, cariño mío, que de cosas me pasan hoy…
– ¿Llamo a la policía?- el muchacho estaba entre preocupado y asustado.
– No, no. Es que me he caído….no pasa nada….- balbuceó la mujer
– Pues estás hecha un cristo, sin la peluca, con las dos rodillas sangrando…. Vamos abuela, vamos a casa.
Ella se puso de pie, con la escasa dignidad que le quedaba y le pareció que quizás, sólo quizás, reconocía algo en su interior y que había dado por perdido hacía tiempo.
Javi la llevaba cogida del brazo con atención, con ternura. La abuela notaba sus dedos firmes contra su piel.
– Mi niño, ¿a ti te gusta la coliflor?- le preguntó.
Él la miró, sorprendido.
– No, abuela, sabes que no, que la odio.
– Entonces vamos por aquí, orejotas… hoy comemos en ese restaurante que tanto te gusta.