A Domicilio

 

El repartidor estaba tardando aquella noche más que otras veces. De hecho, empecé a pensar que llegaría la comida fría. Sacarla de los envases de aluminio para poder calentarla en el microondas no me parecía una opción. Manchar un plato…para eso no se pide comida. Como siguieron pasando los minutos y seguía sin sonar el timbre del portero automático estuve tentada de llamar al chino. ¿Anular el pedido? Miré el paisaje que ofrecía el interior del frigorífico y mi detuve en un plátano que ennegrecía desde hacía tiempo, solitario, en una metamorfosis imparable. Un poco más abajo, una lata abierta de atún presentaba una pradera diminuta en la superficie de su contenido. Verde y negro. Imposible anular el pedido. Mi estómago se empezó a encoger, insumiso.

Cuando por fin llamó a la puerta casi no me sorprendió ver a aquel chico bastante pálido, con los pantalones rotos a la altura de las rodillas, con las mangas de la cazadora que le colgaban desgarradas. Por un momento se me pasó por la imaginación pensar que quizás fuera la moda, pero cuando vi que tenía la frente arañada, con rastros de sangre seca, abandoné la idea.

Le hice pasar y él no dudó un segundo. No hizo falta que le mostrara una silla porque se derrumbó en el sofá, emitiendo un ligero quejido. Como un perro cuando ve que se le echa encima un saco de patatas. 

El chico se aferraba al paquete del restaurante, bastante sucio también. Las palabras “El Buda contento” estaban semi-enterradas por un manchón de grasa ¿o era salsa de soja?

Le quité el pedido de las manos y él recitó sin moverse:

–15 euros

Me fui a buscar la cartera y de paso, cogí una toalla del armario, alcohol y unas gasas. Me senté junto a él y comencé a limpiarle la herida de la frente. Parecían unos raspones sin importancia.

No dije ni una palabra, pero al ver mi afán desinfectante se vio obligado a dar explicaciones. Me contó que se había tropezado con un coche de bomberos.  En realidad -según sus palabras- él salía disparado del restaurante en el momento en que llegaban los bomberos. Iba adornando el relato con un sesgo de actitud heroica: todo por traer el pedido a tiempo. Me aseguró que era el último que había salido esa noche de la cocina. Y no porque cerraran pronto sino porque el restaurante había comenzado a arder. Para cuando la cocina se había envuelto en llamas, el cocinero sacó el pedido, el mío y -según me aseguraba el muchacho- lo último que gritó, ya comido por el humo fue: son 15 euros.

Me resultó raro, pero tal y como estaban las cosas en el gremio de la hostelería, parecía hasta normal que se quisieran asegurar el pago, aunque fuera el último.

Mientras ponía con cuidado el alcohol en la herida, el chico se fue relajando, estirando las piernas, deslizándose cada vez más por el respaldo del sofá. Le faltaba un zapato. Seguramente, lo había perdido en el accidente. Dicen que son los primeros que salen despedidos: los zapatos. Si rebuscaba en el armario encontraría algún par de Eduardo. Todavía estaban allí muchas cosas de las que dejó antes de desaparecer de mi vida.

–Si quieres, compartimos la cena que has traído. Y luego te busco ropa.

No hizo falta poner la mesa. Comimos directamente de los envases de aluminio, aunque ya estaban bastante fríos. Pasar el contenido a unos platos y calentarlos en el microondas empezó a ser una opción. Ahora sí.

Durante la cena, él siguió dando explicaciones, con la boca llena y sin soltar el botellín de cerveza. El coche de bomberos iba tan deprisa a apagar el incendio del restaurante que él ni lo vio cuando ya doblaba la esquina pedaleando con fuerza. Cayó al suelo y los bomberos siguieron su rumbo. La bici, un desastre, según declaró. Pero la comida había salido ilesa. Lo decía con no poco orgullo, mientras se quitaba unas gotas de salsa agridulce del labio. Metí los envases, los restos, las servilletas de papel usadas, los tenedores de plástico en una bolsa y la saqué a la escalera. 

El chico seguía hablando y hablando, enlazando unas cosas con otras, el precio de las bicicletas de segunda mano con lo que debía de la habitación que compartía con un recién llegado de Siria. Las llamas de la cocina se mezclaban en su voz con las fechas de caducidad de las salsas que usaban. Siempre pasadas. Y él lo sabía bien porque hubo un tiempo que trabajó en los fogones del chino. Pero no era trabajo para él. Demasiado humo y fritanga. Demasiado jefe. Mejor el aire de la ciudad, desde la bicicleta, a pesar del tráfico y del ruido y de la contaminación y…con un par de cervezas más, se le habían ido cerrando los ojos. Estaba guapo, a pesar del fulgor de la mercromina en el rostro. Y debía estar muy cansado porque ni se enteró cuando le puse los zapatos de Eduardo. Le quedaban genial. Fui sacando más ropa. La camisa de rayas que tanto me gustaba, un pantalón oscuro, casi nuevo, una jersey azul, los calzoncillos de marca cara. Todo lo fui poniendo en el sofá, a su lado, calculando, midiendo. Perfecto. Eduardo y él eran prácticamente de la misma talla. 

Eduardo. Cada vez me iba emocionando más. La habitación, con toda esa ropa extendida me traía su recuerdo y a aquel tiempo, tan cercano todavía, en que todo me parecía mejor. Empecé a moverle para que se despertara. El chico abrió los ojos, inexpresivos, sin saber dónde estaba. No le dejé que que dijera ni una palabra. Le señalé la ropa y él, prácticamente dormido se desnudó y se puso todo. Sin rechistar. Volvió a desplomarse en el sofá para continuar su sueño. Esta vez sin interrupciones.

Me acurruqué a su lado, apoyando la cabeza en su hombro, aspirando el olor a Eduardo que ahora se había apoderado de toda la habitación. Le besé en el jersey y después en el cuello. Le llamé por su nombre, casi con un soplo: Eduardo.

El se removió un poco, acomodando su brazo alrededor de mi espalda, deslizando la mano hasta mi cintura. Y desde lo más profundo de su sopor me susurró:

–15 euros