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(Sobre el cuadro de Van Gogh)
Es tarde, Leo, y volvemos cansados. Parece que no ha nacido el que pueda quitarte la sonrisa de la boca, porque después de este día, tan duro, tan terminado ya, aún tienes el humor de llevar la azada al hombro, como el que ha cumplido y nada teme. No, aún está por ver la luz el que entierre tus manos, que son dos duros apéndices hinchados. Volverán a la tierra, sí, Leo, pero esta vez a descansar, no a hacerla suya.
Esta noche, como otras, regresamos a nuestras casas, despacio, regalándonos el final de la jornada. Sobre todo la tuya. A mi me lleva el disfrute de tu compañía cada verano cuando acabas la tarea y compartimos esa charla despreocupada. Palabras al aire tibio de junio, confidencias que saben a noche entre amigos.
Siempre estás contento, tú que llevas la herramienta cerca para mañana volver a donde sea que alguien quiera que eches el brazo al trigo, o a la cebada, o hagas surcos, un poco más allá, como si la tierra estuviera esperando un golpe de gracia.
Tu mano, Leo, que aún es capaz de sostener el azadón después de horas de empuñar el mango, madera recia, engrasada con sudor y poca paga….esa mano, la tuya, que nunca tocará un piano ni sentirá el gozo de la piel de una mujer. No esas manos ni esos dedos. Para cuando tenías edad de empezar a disfrutar de los ardores de la juventud ya eran puro callo, fraguado desde bien niño.
Hay un aire especial esta noche. Si las estrellas pudieran olerse, diría que hoy despiden aroma de pan blanco. Puedo sentir aquellas noches, las recuerdo, ¿las recuerdas, Leo? cuando bebíamos de la bota que tu padre guardaba en la cocina y nos íbamos al campo, nos perdíamos entre los trigales y boca arriba respirábamos la oscuridad, la noche entera cabía en nosotros.
Todo lo podíamos en esos minutos. Era el vino, seguramente, que no nos gustaba, pero que nos hacía volar libres por encima de aquellos sembrados que nunca serían nuestros. El trigo, con su sangre verde, intensa, también olía.
A veces se nos caía encima alguna estrella, o todas, si la bota tenía suficiente vino. Nos reíamos con fuerza, entonces.
Tú a lo tuyo, contándome ahora no se qué chisme que habrás oido por ahí, a los peones, y yo te hago caso a medias porque esta noche, querido Leo, sólo busco el baño de plata dulce de este olor de siempre.
Al pasar, hace un momento, junto al ciprés he notado su vejez, su heroísmo al borde del camino, a pesar de los inviernos, sin perder las hojas ni la arrogancia, intentando alcanzar un cielo que nunca conseguirá. Nacimos y él ya estaba. Aprendimos a partir su fruto seco por la mitad: “Una calavera”, nos decían. Y nos daba miedo, respeto, algo sagrado con lo que jugábamos. Esas calaveras que imaginábamos entonces que se abrían en la oscuridad del cementerio. Ahora allí, en el camposanto, solo quedan nuestros muertos, vacíos ya de toda esperanza.
El ciprés, Leo, con su doble tronco, un poco como nosotros, que crecimos juntos y juntos seguimos, aunque yo solo vuelvo en los veranos.
Atrás escucho el carro de Martine y Alfred. Vienen tarde de la casa grande.
En seguida llegarán a la suya, donde acariciarán su amor hecho de mendrugos. Los duros trozos que quedan del día.
Es una noche preciosa, Leo, sigue con tu charla y nuestro camino. Háblame de la próxima sementera. Queda poco ya. Apenas un poco de verano.