Efectos Secundarios

 

Cuando Maite me dijo, por primera vez, que quería tener un hijo, sentí un poco de agobio. La presencia continua de un ser que no fuéramos nosotros dos me resultaba poco interesante. De hecho, no tengo perro, ni ningún tipo de mascota y, que yo recuerde, tampoco he sido un niño con amigo invisible.

Me gustaría probar una nueva medicina que, según decía una noticia, te quita de golpe la sensación de soledad y con ella, se te van la melancolía y los malos rollos. Decía también que era un medicamento sin efectos secundarios aunque eso yo no me lo creo. Todo lo que me ha pasado en la vida los ha tenido y eso es muy molesto. Entre otras cosas porque no los has previsto. Si algún día me decido a tomar el medicamento me leeré muy bien el prospecto, la letra pequeña. No quiero sorpresas.

Siendo un chaval, le contesté mal a mi madre. Efecto secundario: me quedé sin paga un mes entero. También quise estudiar Derecho. No por afición a las leyes sino porque estaba enamorado hasta el tuetanillo de la abogada de mi padre y me imaginaba en el estrado y en sus pechos, en un futuro cercano. Cuando sus piernas dejaron de parecerme tan largas y su sonrisa menos excitante, yo ya estaba en tercero de carrera y no hubo marcha atrás. Los efectos secundarios son un sin-vivir de clientes enfadados y culpables, jueces amargados y compañeros de despacho que te dan una cuchillada en cuanto miras para otro lado. Emilio no. Ya desde la facultad nos hicimos muy amigos y bien que lo demostró cuando tuve el accidente. Se ocupó de los papeles del seguro, del coche y de llevarme chocolate al hospital. Se quedó con alguno de mis clientes, eso sí, pero no se lo tengo en cuenta. Quizás habría hecho yo lo mismo.

Hace unos meses, Maite vino otra vez con la cancioncilla que ya conocía: “Nacho, podríamos pensar en tener un hijo”. Yo sabía que tenía ganas. Una vez me insinuó que la píldora no le sentaba bien, que estaba engordando. Hace un par de meses me ocultó una visita al ginecólogo. En su último cumpleaños dijo una frase con una especie de media sonrisa y un fondo de barro en los ojos “ Se me está pasando el arroz, Nacho”.

Lo reconozco, soy un solitario. Maite empieza a echármelo en cara. Antes lo hicieron Blanca, Matilde, Begoña… Un sueño se repite últimamente: Soy un oficial de infantería de marina y llevo un uniforme muy elegante y pesado, con estrellas en los hombros y sable en la cintura (aunque no sé si en la marina se lleva sable). En mi sueño Maite es una señora muy gorda y me persigue montada en un caballo diciendo cosas horribles, insultos y bajezas dirigidas hacia mí. Yo corro hasta llegar a un acantilado y me tiro al mar. Esta noche he vuelto a tener ese sueño. Me he despertado a gritos y también a Maite, que se ha llevado un buen susto. El resto de la noche he tenido muy malas sensaciones y un cansancio como si hubiera corrido una maratón. No sé si lo que más desasosiego me ha causado ha sido la persecución, atroz y violenta o el ver cómo Maite había perdido sus 70 centímetros de cintura a lomos de ese caballo gigante. Todo desmesurado.

El café que me he tomado en el desayuno me ha sabido fatal. Y eso que Maite no me ha puesto las gotas de valeriana como suele hacer cuando me ve demasiado alterado. Ni siquiera he probado las tostadas. Yo creo que se me ha quedado el sabor a mar en la boca. A lo peor me he ahogado en el sueño. Menos mal que me he despertado antes. Esta noche, si vuelvo a soñar, quizás me encuentre criando malvas en el fondo de ese abismo tan oscuro.

El día ha sido tranquilo y he podido trabajar entre mis papeles sin que nadie me molestara. Ni siquiera ha sonado mi teléfono, cosa rara. Escucho el trajín en otros despachos pero a mí me han dejado acabar todos los recursos y hasta he podido pasar mis facturas a contabilidad.

Cuando ya estaba a punto de irme ha entrado Carmen. No me ha dicho ni buenas noches. Se ha acercado a la mesa y se ha puesto a sollozar, muy bajito. Me ha dado pena. Parecía ensimismada y no he querido interrumpirla. Debe tener algún problema hormonal, o de hombres o del punto del arroz, que ella sí que lo debe tener como unas gachas. Me he levantado y la silla se ha movido hacia atrás, ya se sabe que las ruedas de estas sillas de oficina son muy danzarinas. Carmen ha pegado un grito que casi me caigo. Ha salido de mi despacho a toda prisa. ¡Menudo susto !

Las cosas no van bien en casa. Maite no me dirige la palabra. Llora a ratos. Suspira mucho. Mira por la ventana con ojos distraídos, brillantes, se acuesta pronto y, lo mas raro de todo: no cierra la puerta del baño cuando hace sus cosas. Voy a tener que pensar en serio lo de tener un hijo con ella.

He vuelto a tener sueños, pesadillas más bien. Ahora mi uniforme de oficial no está flamante. Mas bien parece un guiñapo descolorido y húmedo, muy húmedo. Me miro las manos y apenas las veo, como si se estuvieran volviendo transparentes. Todo mi yo entra en una especie de estado semi gaseoso y el sabor marino me acompaña todo el tiempo. No voy al despacho, claro.

Hoy sábado me he levantado tarde. Aproveché que Maite madruga para quedarme un rato más en la cama. Hablaba por teléfono con alguien. No sé que le estaban preguntando pero ella contestaba con monosílabos y algún sollozo. La escuché algo de un funeral aunque no sé quién se ha muerto. A mí no me ha dicho nada, desde luego.

Cuando he entrado en el baño lo he entendido todo, o casi todo. Me he mirado en el espejo y estaba difuso, desprovisto de rasgos, de barba, de orejas. Hasta los ojos, siempre tan oscuros (profundos, dice Maite) parecen cubiertos por cataratas. Pues sí, ya lo entiendo. Me he acordado de John Donne y de Hemingway: hoy las campanas doblan por mí. Aunque las campanas, en realidad, son los sonidos del timbre de la puerta que suena ahora.

Mi novia ha abierto. Emilio la abraza con ternura y ella se deja querer. No paran de llorar y de pronunciar mi nombre. Ya conozco lo que viene después. El dulce consuelo, los besos compasivos, las caricias tímidas y redentoras que van a continuar en mi cama. Los efectos secundarios.