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Mauri se movía torpemente. Empezaba a estar muy cansado y la oscuridad le pesaba como si tuviera plomo en la cabeza. Cada paso que daba le suponía un esfuerzo grande y doloroso. El silencio hacía un buen rato que se había transformado en algo más que un inquietante dejar de oír. Lo único que sentía era su respiración chocando con las paredes de aquella calle tan estrecha y húmeda.
Estaba casi seguro de que hacía un rato era de día, y de que caminaba por un sitio bien distinto, con árboles y escaparates. Un sitio por el que pasaba a diario para ir al trabajo. Había preferido ir caminando hoy, para despejarse, para hacer algo de ejercicio y ver si se le pasaba esa punzada en el pecho que le había despertado bien temprano.
Siguió despacio.Cerró los ojos para tomar aliento y los abrió bruscamente al contacto con algo leve y cálido. ¿Una lluvia nocturna de vilanos? Improbable, pensó Mauri. Extendió los brazos intentando reconocer aquella presencia que le envolvía y que era poco más que una niebla pesada y viscosa. No consiguió tocar nada. Desde que había entrado en el callejón el ambiente se había tornado en algo siniestro, cada vez más desconocido y ajeno.
–Lo siento, perdóneme, no le había visto- exclamó hacia una sombra que, por un momento, le parecía real.
–No pasa nada. Está muy oscuro.
Continuó caminando, pero ahora sus pies se deslizaban entre unas huellas pastosas, como gelatina amarilla, que apenas se distinguían del adoquín gris del suelo. Un rastro que se extendía delante de él.
–Casi no le veo. Y me cuesta mucho andar. Estoy pisando sus huellas y apenas distingo nada. Perdóneme si le piso o tropiezo¿No tendrá, por casualidad, una linterna?
La voz del otro resonó clara en el callejón.
–No nos hace falta luz. Es mejor así.
–Si usted lo dice…-–Mauri respondió con cautela, desde un escalofrío que le recorría la espalda. Le hubiera gustado verle. Le oía, pero no podía verle. Le sentía alejarse. Según caminaba notaba que esa otra presencia se distanciaba. Sin embargo, algo suyo le envolvía.
–Por favor, retírese. No tengo nada que le pueda interesar– añadió.
Había oido tantas historias de atracos que estaba convencido que, de un momento a otro, sentiría un navajazo o un golpe en las costillas.
Lo que sonó fue una carcajada, potente, que chocó con estruendo en las paredes de la calle, dejando un eco siniestro.
– ¿Así que ahora le ha entrado miedo?
–¿Miedo? Lo que ocurre es que yo no estaba aquí. Quiero decir que yo no debía estar aquí. Estaba llegando al trabajo, de día, temprano, ¿me entiende? Sólo me faltaban unos metros para llegar y me encuentro de pronto en este sitio, de noche, en un callejón que no conozco y con un individuo, o lo que sea, al que no había visto nunca y al que sigo sin ver, por cierto.
–Tienes demasiados problemas en el trabajo. El puente que habéis diseñado en el estudio está a punto de venirse abajo, pero eso ya lo sabes. Sabes también que Susana ha empezado a acostarse con un compañero de la universidad. Ya no te mira a los ojos.
–¿Cómo se ha enterado de todo esto?– Mauri volvió a extender los brazos en un intento de agarrar las sombras.
–Saber. Es el oficio de los abrehuecos.
–¿Abrehuecos? No lo había oído nunca– Estaba confuso. La boca se le empezaba a empañar, los dientes dejaban de ser materia ósea para gotear de las encías como leche cuajada.
–Nos llaman así porque somos los encargados de hacer sitio. Ustedes no caben todos y se empeñan en venir más y más. Nosotros hacemos caminos que no pueden dejar de recorrer. Al seguirlos, ustedes inician un trayecto hacia la nada y dejan espacio para otros, para que vivan otros. Los que vienen detrás.
–Entonces, ¿me estoy muriendo?
– ¿Te refieres a si estás dejando de vivir?
–Si, claro.
–Bueno, podría decir que el proceso empezó hace mucho tiempo. De hecho, como bien sabes, no has dejado de morirte nunca.
– Preferiría que me siguiera llamando de usted. La verdad es que no quiero que se tome confianzas conmigo.
–Como quiera. Le ruego que siga caminando. Hasta llegar al final.
–¿Al final del callejón? ¿es mi final?
No escuchó ninguna respuesta.
–Señor Abrehuecos, o como se llame, si no le he entendido mal, me muero, y encima me pone al día de las cosas tan jodidas que tengo encima. No es justo. Y yo que creía que llegado el momento de la muerte uno veía pasar su vida en un segundo. Resulta que me cuenta el presente y el futuro. Muy chungo, por cierto. Y la luz que se veía al final ¿dónde está? Porque aquí cada vez se ve menos.
–No hay que hacer caso de lo que dicen. Usted siga derecho el camino, por donde marcan las huellas.
–¿Pero a dónde van a parar? ¿Dónde se pierden?– Mauri no estaba dispuesto a darse por vencido.
– En este callejón lo único que se pierde es la vida. Usted ha encontrado las huellas y eso no se pierde. Se pierde el autobús, la paciencia o la oportunidad de algo, pero esto no se pierde y yo le estoy enseñando el camino.
–Pero no quiero recorrerlo
– Debe entender que usted ocupa un espacio demasiado grande. Varias casas, varios coches, el gimnasio, el padle, la barra del bar de los viernes, el banco de la Iglesia, dos ordenadores y una tableta, ¿sigo? En el sitio que ocupa cabrían por lo menos tres personas sin demasiadas ambiciones.
– No siga, no hace falta. ¿Si continúo pisando sus huellas usted se irá para siempre? Ya casi no le siento.
–Los abrehuecos no nos vamos. Es usted el que se está marchando.
–Me ha engañado con su charla y ahora no puedo desandar el camino de sus huellas.
–Búsqueme con la mano, estoy aquí.
–No puedo. No tengo mano.
–Entonces todo está bien. Espero que el viaje le haya resultado interesante.
La actividad en la sala de reanimación se ha parado bruscamente. Se ha hecho un silencio atravesado sólo por el pitido continuo del monitor que está conectado al cuerpo de Mauricio Castelar.
–Hora de la muerte: 11:48. Firma tú, que yo hoy tengo prisa.