En Tránsito

 

Espero. Pasan los minutos y las horas que, por cuartos, no deja de advertir un reloj de pared. Poca cosa: más bien una imitación china de esos relojes antiguos que, cuando era niña, me mantenían insomne toda la noche (o eso creía yo). El reloj de mi padre sí era auténtico y se admiraba en la familia. Cada tarde él, con infinita parsimonia, le daba cuerda, lo que hacía que ese reloj marcara la hora invariablemente: siempre y bien.

A veces vuelvo a aquella casa, mi casa entonces, ahora llena de polvo por todas partes, sin macetas, sin desorden, sólo materia inerte. Atravieso el salón con las persianas bajadas, las cortinas echadas, y la vida detenida en cada rincón y no puedo por menos que mirar el reloj, vacío de tiempo, después de que la última persona que lo mimara en este mundo hubiera desaparecido y con él, las horas bien dadas.

Nada que ver con este reloj ni con estas horas decisivas que vivo ahora en toda su larga y lenta extensión en una estancia mediocre. Miro la pared de enfrente por no volver una y otra vez a las manos de la mujer que tengo a mi lado y que se mueven nerviosas. Una sala de espera con un cierto olor a naftalina, un sofá verde, hundido por los años y los kilos de sus clientes.

Aquí estoy, esperando una vez más y recordando otras salas de espera en las que ha transcurrido buena parte de mi vida. Las había de muchas clases y todas ellas las he sufrido con más paciencia de la que hubiera sido lógica en unas circunstancias como las mías. Y es que hay salas de espera y salas donde la espera se hace abominable.

Unas son del tipo aséptico, o pretenden serlo. Suelen ser las que tienen que ver con la salud. Los colores claros y el ambiente plagado de desinfectante te quieren demostrar que aquí la enfermedad es una anécdota. Aunque, si te fijas bien, eres capaz de sentir la infinidad de microbios que los otros esparcen a cada golpe de tos.

Te sientas con una revista absurda en las manos, esperando el turno a que el médico, que está al otro lado de la puerta, llame para leerte una sentencia de vida o de muerte. Y da lo mismo si la noticia es ahora o dentro de unos años. Al final llega el dictamen. La muerte tiene también, dentro de cada uno, su propia sala de espera. Quiero pensar que los crucigramas con los que están hechas mis entretelas van a tenerla distraída hasta que pierda la paciencia y decida cruzar la puerta -mi puerta, esta vez-.

Casi prefiero las salas de espera del psiquiatra. Son más íntimas, recogidas. Estás solita y no tienes que aguantar las miradas de la concurrencia. Sencillamente, no la hay. Ninguna revista del corazón (a lo mejor le va mal al alma herida leer sobre un corazón afligido). Ninguna revista de salud. Ni los “Muy Interesante”, por si ocurriera que publicasen algún manual de instrucciones para un suicidio individual o colectivo. Todo neutro, como si la estancia en sí se hubiera convertido en camisa de fuerza.

Hay otras salas de espera por las que todos pasamos pero nadie recuerda y son las que nos arrojan al mundo. Asomas, sin remedio, desde el no siempre confortable vientre materno. Ese en el que, según dicen los psicólogos, oyes sin escuchar, miras sin ver y recoges una idea aproximada de lo que te espera ahí afuera. Por eso hay partos tan difíciles. El resultado, indefectiblemente, acaba en lágrimas y gritos.

Y luego están las salas de espera comunitarias, bulliciosas, como las de los aeropuertos, llenas de avisos: cuidado con sus pertenencias, cuidado con las bombas, cuidado con los que se quieren hacer amiguitos tuyos para que les pases un no se qué terrible en el bolso. Allí donde la lima de uñas se convierte en puñal y 200 mililitros de algo en arma de destrucción masiva. La sala de espera parece llena de lobos feroces dispuestos a engullirse entre ellos.

Pero, sin lugar a dudas, mis favoritas son las salas de espera de las estaciones de ferrocarril. Los peligros parecen menos inminentes y una puede detenerse en los detalles. Hay menos prisa, sobre todo si llegas con tiempo y no sabes en realidad qué tren coger porque cualquiera y ninguno te vale.

Casi le estoy cogiendo cariño hoy a esta sala de espera, con su relojito de pega y su sofá verde. Será por el tiempo que llevo aquí. Por las horas indefinidas en que intento no pensar, y en que he aprendido de memoria cada detalle de la habitación. Como si fuera importante. Mi abogada debería mostrar más aplomo y dejar de estrujarse los dedos. La primera vez que hablé con ella hizo lo mismo cuando le relaté el modo en que a Maxi se le salían los ojos de las órbitas, antes de quedar inconsciente bajo mi peso. Obesidad mórbida, lo llaman. Y a él siempre pareció gustarle y me pedía que le abrazara con mis brazos, con mis piernas, siempre arriba, mientras el contemplaba mi carne temblar sobre sus ojos y su boca. Pero eso ocurrió un tiempo. Hasta que empezó a ponerse desagradable. Muy desagradable. La palabra “gorda”, salía de sus labios una y otra vez. Y además, se reía. “Vamos gorda, muévete más”, me decía. No le importaban mis lágrimas aunque a veces le empapaban el pecho. Así que era mejor que dejara de hablar y por supuesto, de respirar. Se me ocurrió en un segundo de nada. Solo tenía que apretar, y apreté.

Mi abogada ha dejado las manos quietas, por fin. Parece que ya va a salir el jurado.