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Nunca hicimos aquel viaje. Los kilómetros que preparamos, que se abrían delante de nosotros o mejor dicho, de nuestra imaginación, eran tan sólo alucinaciones de una expectativa sin sentido. Todo comenzó con un libro de Lobo Antunes que me regalaste en una feria del libro, “Esplendor en Portugal”, y una dedicatoria: Iremos.
Para cuando acabé la última página, el poco amor que me quedaba, cuando empecé las casi 400 páginas, se había disipado, como una gota de agua sobre el cañón de un fusil recién disparado.
Antes, meses antes de la palabra fin, vivíamos el espejismo del reencuentro, de nosotros mismos, de lo que creíamos que éramos y nunca fuimos el uno para el otro. La meta era Portugal e imaginábamos escenarios de felicidad a ritmo de fado. En esas semanas, tenías la costumbre de asomarte por mi hombro y enseñarme mapas. Con el dedo me ibas mostrando rutas, ciudades, restaurantes donde nunca comeríamos, hoteles donde no haríamos el amor.
Otras veces era yo la que te enseñaba una maleta, seleccionaba una mochila, reescribía listas de objetos sin los que era imposible emprender la marcha.
Queríamos dejar atrás todo. Los años de desencuentros y venganzas. La hiel que había ido sustituyendo a la mantequilla de los desayunos. Las palabras disparadas para herir. No lo conseguimos. No sé que habrá sido de la maleta que se quedó vacía e inútil en el armario. Aún conservo la mochila que llené con cuatro cosas para subirme a un tren en Chamartín, el día que emprendí el único viaje posible.
Portugal, seguramente, nunca había sido nuestro destino.