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Cada vez que se ponía la túnica de colorines notaba la transformación. Dejaba de ser Sebastián «El Chispas» y se convertía en Sebastian Savimbi, un angoleño de 1,90 de estatura, delgado como un lápiz y con la mirada intensa, oscura y vivaz. Todos los domingos, después del desayuno, hacía la misma ceremonia. Se vestía, o mejor dicho, se envolvía en aquellos metros de tela vistosa, agarraba un yembé de piel y madera, gastado a fuerza de golpes, como sus manos, y salía a la calle, no sin antes echar un vistazo a su aspecto general en el espejo de la entrada.
Su madre le solía parar, justo antes de cruzar la puerta.
―Qué manía, hijo, con irte tan temprano. Para un día que te puedes quedar a dormir… A saber qué haces por ahí, porque lo que es tocar, no sé yo lo que tocarás.
Sebastián no estaba interesado en darle explicaciones. Ya no. Hubo un tiempo en que intentó hacerlo pero no había nadie dispuesto a entenderlo.
Aún así le dio un abrazo breve, como de pasada y ella, como hacía siempre, aspiró profundamente como si quisiera retener su olor. ¿Sería un gesto de cariño o simplemente que ella intentaba descubrir algún aroma de tabaco o alcohol? Se preguntaba siempre él.
Así eran sus domingos por la mañana en los últimos cuatro años. Desde que descubrió que cantar en el Retiro, hiciera sol o lloviera, aquellas antiguas canciones de sus abuelos, le hacía sentirse diferente. Y que cada moneda que dejaban los paseantes mañaneros era un homenaje a su persona y a su tierra, aquella que nunca conoció, pero que sentía como suya. Más que el barrio de Carabanchel, donde nació, y del que no se había despegado en sus 26 años de vida.
Con el lago a la espalda comenzaba su ritual. Iba desgranando la canción despacio y con ritmo, como le había enseñado su abuela, mientras los dedos se dejaban caer sobre la piel del tambor, apenas una caricia: «Ultima Wange… ukukuwetele yona…, ultima wange, ukululumbila…». Al principio nadie se paraba. Si acaso, algunos se le quedaban mirando un instante, apenas unos segundos y Sebastián aprovechaba para calentar con más ahínco las manos contra la suave piel del tambor. Poco a poco, y según cogía más soltura y ritmo, se iban congregando algunas personas. Manteniendo una cierta distancia. La suficiente para no verse obligados a sacar el euro que parecía reclamar la bolsa de tela que Sebastián tenía muy cerca.
Pero ella no. Ella llegaba a las once y media, cada domingo, y se sentaba en el suelo, a unos metros de él, dispuesta a escuchar todas las canciones, incluso a acompañarlas con palmas. Algunos la imitaban. Sobre todo niños, aunque al cabo de pocos minutos se aburrían y seguían su marcha.
Al principio casi no se fijó en ella porque pasó de largo y él siguió con su soniquete, repetido una y otra vez: «ukukuwetele yona…». Es posible ―reconoció más tarde para sí mismo―que la siguiera con la mirada. El pelo castaño le brillaba al sol, la piel tan blanca. Y quizás ―pensó Sebastián― golpeara con más fuerza el yembé, porque ella volvió la cabeza y se detuvo. Fue un momento, pero a partir de ese domingo, la chica aparecía, se quedaba un rato de pie y unos minutos después se sentaba delante de él, moviendo la cabeza al ritmo de las manos de Sebastián, rompiendo de vez en cuando su mirada soñadora con una sonrisa.
Nunca descendió a poner una moneda en la bolsa y Sebastián lo agradecía. Últimamente, entre canción y canción, hablaban. Sebastián con su perfecto deje de Carabanchel, ella con un marcado acento vasco.
―Me llamo Maite. María Teresa, pero de donde soy es muy normal llamarse Maite. En Bilbao, al norte de España. ¿Lo conoces?
Sebastián conocía Bilbao, pero ella no parecía del tipo que admirara un viaje rápido para ver al Athletic de Bilbao en una final de copa y de borrachera con unos compañeros del instituto de Carabanchel. Así que se encogió de hombros como respuesta.
Invariablemente, cada pocos minutos, Maite se ahuecaba el pelo a la altura de la nuca con un gesto rápido. Ese gesto… que llenaba el espacio que les separaba de un perfume. Del caro. Del que solo te ofrecen en los grandes almacenes cuando vas con alguien muy bien vestido. Maite estudiaba Derecho en Madrid. Cuando le hablaba, parecía que se asomaba a sus ojos, como si buscara algo. Algo que ella añoraba y que él seguramente no tenía. A veces, a Sebastián, le costaba sostener esa mirada.
―Entonces, tus padres tuvieron que salir corriendo de allí, con sus niños… Qué fuerte.
―Y con los abuelos. No podían dejarles, claro ―Sebastián procuraba dar pocos detalles.
―Siempre he querido ir a África, con una ONG o algo. Y trabajar en cooperación internacional― ahí Maite contuvo el aliento, rozándole el brazo. Él no dejó que sus dedos pasaran de largo y le cogió la mano con suavidad.
Y así, él, revestido con su túnica de colores, y fijándose una y otra vez en los adoquines sobre los que se posaba su tambor, fue tejiendo su historia. Habló poco de la formación profesional y del título de electricista con el que llevaba dinero a su casa. Habló menos de que él, en realidad, nunca había estado en Angola y que fueron los abuelos y los padres los que cruzaron hacia el paraíso donde manaba leche y miel. Y si no había tales manjares en España, por lo menos no les caían las balas que en los años sesenta abundaban en Luanda, en Malanje, en Benguela… todos los territorios por los que había huido el grupo familiar.
Tampoco le quiso decir que en su barrio le llamaban «El Chispas» y que a él le hubiera gustado ser un buen instalador de aire acondicionado. La realidad, la maldita realidad, era que ayudaba en el mostrador de la ferretería a su padre. Y no había pasado de despachar cables, enchufes y algún que otro consejo a los manitas de la zona.
Envuelto en su túnica colorida, resultaba su historia mucho más bonita y emotiva. Y Maite tenía esos ojos llenos de ensoñación, ese azul en el que Sebastián se había quedado enganchado desde que ella volvió sobre sus pasos al escuchar su yembé aquel primer día. Ese en el que comenzaron a tender hilos invisibles.
Cada domingo Sebastián cantaba menos y hablaba más. Con la espalda apoyada en la verja del lago Maite y él trazaban más sueños que realidades. Hasta que ella formuló una pregunta que quedó suspendida en el aire, flotando indecisa, empapándose de las nubes que amenazaban lluvia aquella mañana:
―Enséñame tu país. Vámonos, Sebastián.
Maite había dicho en voz alta lo que él llevaba años cociendo en su cabeza. Volver a la tierra. Desandar el camino que sus padres habían recorrido. Ser Sebastian Savimbi y no Sebastián el Chispas, un chico de Carabanchel sin más horizonte que el mostrador de una ferretería de barrio.
Ese domingo de abril, pesado y gris, el yembé permanecía mudo. Mientras las preguntas se quedaban sin respuesta, un tipo también joven y muy alto rondaba a la pareja. Maite en seguida se fijó. Subsahariano, seguramente, con la piel muy oscura, más incluso que la de Sebastián, larguirucho y desgarbado. Como vio que ella se había fijado, se animó a acercarse.
―Eh, tío, ¿puedo darle al yembé?
―Claro, lo que quieras ―fue Maite la que se adelantó con la respuesta.
Y él comenzó a acariciar la piel del tambor y a entonar con una voz alegre y timbrada algo que sonaba así:
―Die sanyi felendo alla venana… Aanyi felendo… San venana…1
1 En bámbara: «De las nubes empezó a llover…».
Era bonito, distinto y brotaba de una emoción profunda. En seguida, se fueron parando algunos paseantes y cayeron varias monedas en la bolsa. Y llegó la hora en que las nubes rompieron a llover, tal y como vaticinaba la canción.
Se refugiaron los tres bajo el alero de un quiosco próximo que estaba cerrado.
―¿Mamadou? Es un nombre muy bonito. Yo soy Maite y él Sebastian. De Angola ―Maite agitaba el pelo una y otra vez, desprendiéndose de las gotas de lluvia que lo habían dejado aún más brillante.
Sebastián le estrechó la mano y Mamadou les dedicó una mirada llena de calor.
Venía de Mali y llevaba un año dando vueltas por Madrid. No tardó en contar su viaje en patera después de un recorrido de dos años que acabó en Marruecos, esperando la oportunidad de cruzar. Las mafias, el miedo al agua, a la policía, el hambre y la sed, la desesperación cuando cayó al mar su amigo y le vio hundirse.
―No sé nadar. Nunca he nadado. Desapareció mi amigo. Grité mucho pero eso no le sirvió ―Mamadou se mira las manos, grandes, afiladas. Las manos que no supieron agarrar al amigo.
Aquí, el futuro, se le estaba escapando de esas mismas manos, con un papel de refugiado que no conseguía, un papel que no llegaba nunca. Ese sello que le podría permitir trabajar, alquilar una habitación decente, por fin respirar tranquilo.
A Maite, a esas alturas, se le había llenado el ánimo de lágrimas.
Sin decir nada dio unos pasos fuera de la protección del kiosko, se quitó las sandalias y empezó a bailar, mientras la lluvia hacía su trabajo y le empapaba el vestido en pocos minutos. Mamadou reaccionó cogiendo el yembé y entonando una canción que intentaba acompañar los pasos de ella. Sebastián no podía dejar de mirar su piel, blanca y brillante, recorrida por las gotas de agua. Ella se movía con encanto, casi con dulzura, moviendo los brazos hacia el cielo, y él hubiera salido a bailar pero no podía, no sabía, no quería dejar de mirarla ni un instante.
Completamente empapada, volvió al refugio de la cornisa y Sebastián se adelantó para secarla con su túnica, rodeándola con los brazos. Quería sentir su cuerpo húmedo.
Maite se deshizo del gesto dedicándole una sonrisa, eso sí.
Se acercó a Mamadou, aún descalza y le cogió las manos.
―¿Me enseñas a tocar, Mamadou? Lo haces muy bien.
―No hace falta saber. Solo dejarse ir. Así…, así…
Y las cuatro manos se pusieron a golpear suavemente, y con escasa armonía, la superficie del yembé.
―¿Pero que hacéis? Lo vais a romper y si se moja… ―A Sebastián empezó a dolerle algo que no sabía lo que era. Un hueco intimo que se abría paso por dentro sin su permiso, haciéndole daño.
Cuando Maite recuperó sus sandalias ya había dejado de llover y el ambiente había vuelto a la normalidad.
Estuvieron todos de acuerdo en que el poco dinero recaudado aquel día fuera al bolsillo de Mamadou, que sonreía, con una mueca blanca llena de dientes imperfectos.
Los domingos dejaron de ser exclusivos para Sebastián y Maite y ahora compartían los tres el lago, el yembé y las sonrisas. Las monedas eran casi siempre para Mamadou, y alguna caricia de Maite también y es que el relato de Sebastián no se podía comparar ni de lejos con el del nuevo amigo.
―Aún lloro. Por las noches. Ya no tengo a mi amigo. Le recuerdo mucho. ―Mamadou contaba historias en las que mezclaba su nostalgia de niño con su viaje por mar. La imagen de su amigo, de sus padres, las historias de su pueblo y sus esperanzas cada vez más vacías―.
Cogía el yembé y le explicaba a Maite lo que, según él, significaban los dibujos hechos en la madera de la base.
―En Malí, ponen aquí el nombre del protector de la aldea, el dios que nos ayuda. Hay que pedirle permiso para cortar el árbol con el que se hace el yembé y ofrecerle un sacrificio a cambio…
Maite no apartaba los ojos de Mamadou que hablaba desmenuzando detalles de otra vida, diferente e infeliz.
―Cómo me gustaría ir a África y conocer tu tierra.
Cuando Maite decía esto, Mamadou apartaba la mirada.
―Angola te gustaría mucho, Maite ―se atrevía a apuntar Sebastián y le cogía la mano.
Para Sebastián apenas quedaban ya dudas: había que ir a Angola, aunque veía muchas dificultades. Sabía poco francés y nada de portugués. Pero quería ir con Maite, porque estaba claro que ella se le estaba escapando entre las manos como un puñado de azúcar.
Quería descubrir su tierra con ella. Jugar a explorar el nuevo viejo mundo, plagado de recuerdos que no eran los suyos sino un relato, repetido una y otra vez. Quería ver y tocar la puerta de la casa que su abuela había cerrado por última vez, sin mirar atrás, haciendo oídos sordos a los ladridos del perro que nunca pudo acompañarlos en la huida. A la abuela le dolió aquello hasta su muerte, muchos años después. Es posible que nunca se lo perdonara. El yembé fue de las pocas cosas que consiguió llevar consigo. Y con él entonó durante años canciones de cuna, más parecidas a lamentos, con las que envolvió la primera infancia de Sebastián. «Ultima Wange… Ukukuwetele yona…, ultima wange, ukululumbila».2
2 Transcripción del ubumbo: «Mi corazón tiene sed de él».
Cuando hacían planes para viajar a Angola, Mamadou les miraba con tristeza, desde la distancia que marca la emoción no compartida. Sin embargo, Maite hablaba y hablaba. Enumeraba la proeza de haber dicho a sus padres que se iba, que apartaba los estudios de momento («solo de momento, aita, ¿eh?»). Y dejarle muy claro a su madre que ya sabía volar sola y que Bilbao nunca iba a ser una opción. Se reía cuando contaba las discusiones, las amenazas y por último exhibió el cheque que finalmente había firmado amachu por el importe de un billete de ida y vuelta, dejando muy clara la palabra vuelta.
―Vamos, Mamadou, vente a Angola ―repetía Maite. Y le abrazaba con alegría, sin notar que Sebastián se ponía tenso y desviaba la mirada.
―¿Qué hago yo allí? Nada tengo allí ―respondía siempre él.
Maite ya había terminado el curso y aprovechaba para salir con Mamadou, que se pasaba la vida deambulando por Madrid. El albergue solo admitía estancias nocturnas. Sebastián lo sabía, pero el horario de la ferretería le impedía escaparse. Además, no había conseguido ahorrar el dinero suficiente para el viaje y su padre todavía le gritaba cada vez que le oía decir algo sobre volver a Angola.
―Tú estás loco. Con lo que nos costó salir.
No entendía. Tanto tiempo entre tornillos le había mermado la capacidad de oír a su hijo. La vida era eso: estar detrás de un mostrador, cobrar al cliente, dar las vueltas exactas, llamar a los proveedores y poner el cartel de cerrado a las ocho y media de la tarde. Era exactamente eso. Sin tenerse que preocupar de las bombas, de la falta de comida, de la enfermedad, de la escasez, del miedo…
No entendía.
Tampoco entendía Mamadou, que habría dado media vida por un documento de identidad español, por una cartilla sanitaria, por el maldito papel que no llegaba nunca, por un mostrador y por los abrazos y caricias de Maite, para él solo y para siempre.
―Vente, Mamadou.
Él no volvería atrás. Nunca atravesaría ese océano de cadáveres ni respiraría de nuevo el veneno del gasoil mezclado con salitre.
Se despidieron un domingo, junto al lago. Sebastián había conseguido arañar el dinero para el vuelo. Después, ya verían. Como regalo, dejó una bolsa junto al amigo de Mali que en seguida supo lo que contenía: el yembé. Seguiría cantando allí mismo, recordando.
Maite se colgó del cuello de Mamadou y le llenó de lágrimas. Después se besaron en la boca, largamente, como algo acostumbrado, pensó Sebastián (¿por qué él no la había besado así nunca?, se preguntó de inmediato).
―Yo espero papeles, seguro que tardan poco en llegar.
Fue la última frase que les dedicó. No le quedaban más palabras. Cuidaría el yembé, lo acariciaría como había aprendido a acariciar la piel tan blanca de Maite.
Y muy despacio fue sacándolo de la bolsa, mientras intentaba recordar una canción de su tierra que hablaba de amor y de ausencia. Una raja abría la superficie del yembé de parte a parte. Un trabajo hecho a conciencia. Recorrió la herida con la punta de los dedos y le dolió como si tocara su propia piel. Quizás fuera ―pensó― un sacrificio justo a los dioses de la ira y los celos.
Cuando Mamadou empezó a cantar, Maite y Sebastián no eran más que otra pareja saliendo del parque en una mañana de domingo.
Sintió un vacío enorme en el estómago y dejó volar un recuerdo intenso y breve: ¿Cómo es posible que esa chica tenga tanto cielo metido en los ojos?