Los Riesgos de Leer el Periódico

Cada mañana abría el periódico por la sección de internacional y se sumergía en los titulares hasta que encontraba uno realmente interesante. Alguna guerra remota en un lugar desconocido. Si se esmeraba, podía imaginar las bombas cayendo sobre dunas o trincheras abarrotadas de soldados. Como una película. 

A veces le llamaban especialmente la atención los sucesos en países donde algún chalado entraba en una clase y arremetía contra todo lo que se moviera. O en un mercado, o en una plaza o en una iglesia. Tenía especial predilección por las bodas donde un pariente enfadado, en vez de brindar con champán por la nueva pareja, alzaba su copa mientras sacaba del sobaco un rifle y se liaba a tiros acabando, normalmente, con los novios, el oficiante -fuera de la religión que fuera- y algunos primos.

El periódico le ponía perdido. Al cabo de un rato, las manos se le volvían grises y con una especie de pátina que acababa en las perneras de los pantalones y en los alrededores de la boca de los bolsillos. Su mujer estaba cansada de decirle que leyera el periódico en versión digital, pero para él, las noticias tenían que salir del papel. El olor de la tinta le transportaba. Si cerraba los párpados se podía encontrar en medio de un escándalo financiero o saliendo de la cama de una tonadillera entrada en años.

–Mario, cada día estás más ido- le dijo ella mientras daba la vuelta a las croquetas de jamón que flotaban en un mar de aceite hirviendo.

La jubilación le había traído ese amor desmedido por el periódico y un desapego creciente por todo lo que pasaba alrededor.

–Mario, ha llamado la niña, que Nerea tiene fiebre, que nos la va a traer hasta mañana.

Y él se parapetaba detrás de su muro de páginas sobadas después de mirar a su mujer, como quien observa la lluvia al otro lado de una ventana. 

El Salero, en la localidad asturiana de Llanes, ha obtenido una estrella Michelín en la convocatoria del año en curso.

–Para emplatar y mesa 6. 

En su imaginación Mario se daba prisa, ataviado con un delantal negro a juego con un casquete que recogía su menguado pelo.

Así sería trabajar en un restaurante que empezara a cobrar una gran fama. Justo ese momento en que los clientes se enteran del nuevo galardón, que empiezan a llamar, y que en la cocina se mueve una actividad desbordante y huele a caldo especiado y adrenalina.

– Mario, a cenar – y ella se secaba las manos en el trapo de cocina que colgaba de un gancho para enarbolar a continuación el cacillo de la sopa.

La fiebre de Nerea era algo muy normal. Que los padres la despacharan en casa de los abuelos era aún más corriente, cuando no era por anginas era por una boda o por compromisos sociales. A los 4 años, Nerea disfrutaba de tardes interminables enganchada a los cuentos que le leía la abuela o pegada al brazo del sillón donde se sentaba el abuelo aunque este, enganchado a la prensa, raras veces hacía caso.

 –Nerea, hija, deja al abuelo. 

Y la niña le seguía mirando fijamente, con curiosidad, como podía observar la lluvia que cae al otro lado de la ventana que , aunque se deslice por el cristal no consigue saber lo que ocurre dentro de la casa.

–Abuelo, ¿qué pone aquí?– y señalaba en medio de la página, justo donde le alcanzaba el brazo–

–Que se han encontrado restos arqueológicos del siglo XVI en Vicálvaro. Entre otros objetos, el cráneo de una mujer joven que parece pertenecía a la clase alta por algunas joyas que han sido halladas junto a los huesos.

–Qué cosas le cuentas a la niña.

Mario la oía ya de lejos, metido en la fosa, herramienta en mano, desprendiendo cuidadosamente la tierra pegada al esqueleto de aquella mujer. El hallazgo era importante y los arqueólogos iban de un lado para otro llenos de excitación. Él, sin embargo, estaba tranquilo. Era su gran momento. Podía acariciar aquel hueso, meter los dedos por los huecos orbitales e incluso pasar una uña por los dientes. Pero eran las pequeñas uñas de Nerea las que se clavaban en su mano y le traían de vuelta al sillón, al salón de su casa, a la cría que le miraba apretando los dientes para hacer más fuerza.

–¡Eh! ¡para!

Con los niños había que ser más duro y Nerea estaba demasiado mimada. 

–Abuelo, llévame ahí.

–¿Ahí? ¡Dónde!

–A donde tu vas.

Mario se tuvo que quedar en silencio un instante.

–Pero si estoy aquí ¿No me ves?

–Ahí -Y Nerea volvía a señalar el periódico.

Se hizo el distraído, como si no la oyera y pasó la página, sin que nada le llamara especialmente la atención. Quizás por la noche, cuando la niña estuviera dormida y su mujer no le tirara dardos con la mirada, podría retomar la lectura. Él tampoco se metía con las series que ella encadenaba durante horas- pensó con un poco de rencor-.

–Abuelo, léeme un cuento para dormir.

Esto era novedad. Hasta ahora los cuentos corrían a cargo de la abuela. Pero Nerea tenía fiebre otra vez y no era cuestión de ponerse a discutir.

Mario cogió el libro de cuentos.

–No, abuelo, el periódico y me cuentas lo de los huesos de la señora rica.

–Si es que con lo que le dices a la niña, no me extraña y tú siempre en tu mundo y no haces caso de nada- el rosario de reproches de la mujer se fue apagando mientras aparecían las primeras imágenes en el televisor de la sala.

Mario desplegó de nuevo el periódico.

–Vale, pero en seguida a dormir, que estas no son cosas de niñas. La abuela tiene razón.

–Pero no te vayas, abuelo.

–No digas tonterías, niña. ¿No ves que estoy aquí, contigo? 

Nerea cerró los ojos para escuchar mejor.

–Según el director del proyecto arqueológico, se han encontrado algunas proclamas junto a los restos óseos. Aunque aún queda por hacer un análisis más exhaustivo, parece que se trata de textos de protesta contra el rey Carlos I.

Mario también entornó los suyos. No le hacía falta seguir leyendo porque tenía en la mano, no el periódico sino uno de esas hojas escrita a mano:

“…hora es ya de tomar las medidas apropiadas para salir del paso y no se dé a diez lo que pertenece a ciento…”.

Levantó la cabeza y pudo ver cómo se preparaba la batalla. ¿Vicálvaro había sido escenario de alguna contienda? Más bien le sonaba el nombre de Villalar… pero empezó a oír estruendo, griterío, y por delante de él pasaba la gente corriendo de un lado a otro. 

La tinta del manuscrito que aún sostenía estaba fresca. Ya no tenía nada del polvo de siglos, ni el color amarillento del papel que a punto estaba de deshacerse entre los dedos hacía tan sólo un momento. 

Pensó que su imaginación había ido demasiado lejos. Volver a la habitación de la nieta, seguir con el relato, retroceder, si acaso, al hallazgo arqueológico. El gentío levantaba palos y azadones. La guardia real se preparaba para repeler la acción de la muchedumbre.

Un grito de mujer, muy cerca, le hizo volver la cabeza. Distinguió en seguida las joyas que adornaban a la chica, tan joven, tan asustada. La hermosa calavera que los arqueólogos estudiaban, y que él, Mario, había recorrido con la punta de sus dedos. La rica aristócrata que iba a morir ese día. 

Mario hizo ademán de tirar lejos la hoja que aún apretaba en el puño. Se detuvo cuando notó un tirón en la manga del jersey. Los ojos de la niña, como dos platos, brillaban de fiebre y emoción. Reía sin parar, divertida por todo lo que estaba sucediendo alrededor.

 –Vamos, abuelo.