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Mi vecina ha colocado en su patio una falsa fuente, un falso estanque lleno de falsas flores de loto, y patitos blancos y amarillos (de plástico, por supuesto). Cada mañana, cuando me asomo a la ventana de mi cocina, un segundo piso, los veo. Desde que he hecho este hallazgo estoy preocupada. Hace tan sólo unas semanas ni me fijaba. No podría decir si tenía muebles o si las plantas eran verdes o moradas. Ahora sí, porque un día descubrí que la palmera de la que tan orgullosa estaba mi vecina, era de plástico. Ella se había encargado de comentar en las reuniones de comunidad que se la había regalado un primo suyo que vive en Elche. Había venido directamente de la huerta del primo al patio de la prima. “De la finca familiar”, según sus palabras.
Unos meses después me di cuenta de su condición plástica porque vi un pájaro que se posaba en la valla, después se dirigió a lo alto de la palmera. Me gusta observar a los pájaros, sobre todo en otoño, que andan algo alicaídos, yo creo que pensando en el invierno que se acerca. No es que me interesen los pájaros tristes ni en general ningún tipo de animal desesperado, pero las aves tienen su punto: nunca sabes si van o vienen, ni el por qué. Me pasa lo mismo con la gente con la que me cruzo en el metro.
El pájaro en cuestión era del tipo grandote, más urraca que vencejo y ese día, que yo estaba mirando por la ventana de mi cocina, vi que se colocaba encima de la palmera, con ese aire melancólico que ya he mencionado. Le metió un picotazo a la hoja en la que se había parado y ésta ni se inmutó. El bicho tiraba y tiraba sin éxito. Hasta que consiguió rasgar la hoja. Sí, rasgarla, como se rasga una bolsa de basura y a continuación se la tragó. El animal no tardó en hacer cosas raras, impropias de un ave, como abrir desmesuradamente el pico intentando coger aire… en vano. Giró sobre sí mismo, agitó las alas y emitió un sonido ahogado cayéndose de una altura considerable para un bicho de su tamaño. Las patitas de color naranja se quedaron tiesas y hacia arriba. Ya no intentaban asirse a nada. Quizás, lo último que vio fue mi cara, que le contemplaba desde la vertical del segundo piso. Si es así, siento haber puesto gesto de asco, la verdad.
Me recordó las fotos de las víctimas de la contaminación por plásticos. Las crudas radiografías de esos animalitos que mueren con las entrañas repletas de porquerías indigestas.
Ni se inmutó mi vecina. Salió a tender la ropa, cogió el pájaro y lo tiró por encima del muro. Como si lo normal fuera que se te mueran las cosas. Era bastante tarde y yo había estado varias horas asomada a aquella ventana. El borde de aluminio del marco se quedó dibujado en mis brazos. Cuando se deshizo del cadáver, bajé a la calle a toda prisa y lo cogí. Estaba frío y en efecto, le asomaba por el pico un pedazo de plástico rígido.
O sea, la palmera era de mentira. Lo peor no era eso sino que todos los días, mi vecina salía a regarla y todas las otras plantas que, ahora, sí, yo veía claramente que eran de mentira.
Lo de la fuente ficticia, el estanque con agua que no es agua, sino una gelatina transparente, las flores de loto titanlux y los patitos flotantes vino después.
A veces me despierto agitada por la noche y escucho un débil chapoteo. Me tiro de la cama y agarro la linterna. Enfoco al estanque y el haz de luz se pasea por los cuerpos inmóviles de los patitos. Si me entretengo un poco, puedo ver sus sonrisas de color naranja , porque los patos, sobre todo los de plástico, pueden sonreír si se lo proponen. Les debe hacer gracia mi cara asomada por la ventana, con el pelo revuelto y la madrugada pegada a los ojos.
Me dio pena tirar el pájaro. Cuando lo agarré (¡qué muerto estaba, el pobre!) me lo llevé a casa y durante varias horas presidió el salón desde la parte superior de la tele. Para que se mantuviera firme tuve que meter las patas en un vaso alto, pero ya estaba bastante tieso y no quedaba mal allí. El taxidermista que encontré (gracias a la recomendación de Luis el frutero -¿por qué sabrá este hombre quién se dedica a disecar animales?-) tardó unos días en devolvérmelo pero hizo un buen trabajo y no cobró demasiado.
Oscar, se mantiene ahora bien derecho, sin necesidad del vaso porque tiene una bonita peana, incluso con ambiente: unas ramitas verdes y marrones que le sirven de apoyo y armonizan a la perfección con su plumaje pardo. Desde que está ahí, no pongo la tele. Me quedo mirando su ojo de cristal, diminuto y brillante y pienso que sería bueno conseguir un búho. A ese sí podría mirarle a los dos ojos a la vez, porque con Oscar, eso es imposible. O el derecho o el izquierdo. Tengo que elegir y no siempre me resulta fácil. Debería pensar en el búho como solución. En el patio nunca he visto búhos, pero seguro que hay alguno en la tienda de los chinos del mercado. Además, se harían compañía, que eso nunca viene mal.
He dejado el trabajo. Lo llevaba pensando ya algunas semanas y al final me he decidido. La jefa me ha mirado raro cuando se lo he dicho pero creo que se lo esperaba. Ella y la aprendiza han intercambiado un gesto sólo un segundo y me ha dado la impresión de que ya habían hablado de ello.
No me siento con fuerza suficiente como para bajar todas las mañanas al metro y tirarme 8 horas peinando señoras, poniendo tintes, pasando mechas y aguantando las tonterías que dicen. Además tengo que estar pendiente de lo que ocurre en el patio. Mi vecina es capaz de cualquier cosa y Oscar es muy prudente y no me vendría con el cuento, a pesar de que ella le trató mal. No es rencoroso mi Oscar.
Cada vez paso más horas asomada a la ventana de la cocina. No me importa. El invierno ya se ha hecho fuerte y estoy casi todo el tiempo con el abrigo puesto dentro de casa. Los cambios de temperatura no me sientan nada bien y con la cocina abierta de día y de noche, la calefacción no llega a caldear. Aquí estoy, despierta y atenta.
Ultimamente, un enano de piedra, vigila mis movimientos.