Oxígeno

 

Jacobo rondaba los diez años. Desde hacía tiempo, frecuentaba la casa de sus tíos donde siempre era bien acogido. 

–Una fiesta cuando vienes, hijo, –le decía Sara, la hermana de su madre.

Y en un minuto le abría la caja de galletas y le deslizaba la tableta de chocolate con leche Nestlé que a él le pirraba (mejor si estaba un poco blanda sin llegar a deshacerse).

No sentía una gran emoción por el colegio, ni por los amigos que, seguramente, debía tener a esas alturas. Ya se sabe: jugar al futbol, cambiar cromos, murmurar guarrerías. Un catálogo de experiencias vitales que Jacobo no compartía y menos con los chicos del colegio.

Estar en casa de Sara y de Martin, su marido era con creces la mejor manera de pasar la tarde y a veces, la noche, cuando sus padres le dejaban, normalmente por una causa justificada. Un cine, una cena, una excursión de fin de semana… Había mil excusas para que él disfrutara de la felicidad del dormitorio de la casa de sus tíos, de la tele, de las cenas a la carta -hamburguesas, pizzas y salchichas invariablemente- y por supuesto nada de verduras.

Hasta ahí, todo lo normal en un chico de diez años. Hasta ahí. Lo demás parecía tener un tono distinto:

–Qué alto está el niño para su edad.

–Y que ojos tan bonitos tiene, con ese color verde.

Esos eran los únicos comentarios simpáticos que había recibido en esa primera década  de vida. A partir de ahí, todo se volvía más enigmático y misterioso, porque iban dirigidos a sus padres apenas con un susurro.

–Una tragedia, hija.

–¿Qué os dice el médico?

–¿Tendrá que ir a un colegio especial?

–¿Nos entiende?

–Una pena que no pueda hablar, con los ojos tan bonitos que tiene…

Jacobo entendía y esbozaba una sonrisa grande y diáfana para no desilusionar a nadie. Había oido mil veces la historia de un fórceps mal puesto, de unos segundos sin oxígeno, que si es nefasto parir en agosto cuando todos los médicos buenos están en la playa… se conocía todas esas calamidades que parecía le habían pasado a él y a su madre. 

A Sara y a Martin esos relatos no parecían haberles llegado. Y poco les importaba si el chico hablaba o no porque ellos le comprendían perfectamente. Sobre todo Sara, que le sentaba sobre su regazo para ver la tele, para contarle un cuento o hacerle cosquillas. Ella tenía el vientre mullido, mejor todavía que el de su madre. Con menos problemas. Un vientre que no había tenido hijos y en el que él se acurrucaba muchas tardes. El calor de la piel de Sara, esa piel que si la tocas se eriza un poco, sólo un poco, y se cubre de puntas suaves. Porque hay pieles que entienden más que personas que no han tenido problemas de fórceps ni de oxígeno. Pieles que desprenden un aroma blanco, como a pan de tahona. Y así era el de Sara. 

Martín era amable, aunque cada vez menos. Algunos días descubrió Jacobo un leve rictus en su cara cuando aparecía casi cada tarde y se sentaba en la cocina esperando su caja de galletas y el chocolate. Algo seguramente poco perceptible para un niño de 10 años y menos para uno, como Jacobo, que no hablaba. 

Más de una vez descubrió que sus tíos hablaban en voz muy baja en el dormitorio. Sobre todo Sara porque Martin alzaba la voz de cuando en cuando con algún que otro “ya está bien” o “no se puede tener tranquilidad en esta casa” y “otra vez la mierda de crío aquí”. Cosas así, que él escuchaba, aunque la tía Sara se deshacía en susurros para que su marido no levantara la voz. Algunas veces había visto una lágrima en la cara de Sara que ella se apresuraba a barrer con la punta del dedo. Esos días eran cada vez menos raros y acababan con silencios de hierro entre la pareja. Cuando eso ocurría, el chiquillo se marchaba mordisqueando la última galleta, triste y furioso a la vez. Se daba paseos por el pinar, dando puntapiés a las piedras y revolviendo con palos los nidos de orugas que colgaban de los árboles. Buscando. Su madre le habría regañado si le hubiera visto hacer eso.

A nadie le extrañó que Jacobo fuera a casa de su tía Sara casi cada día, cuando el pobre tío Martin se murió. Un colapso, una apoplejía, una asfixia de origen desconocido, seguramente provocada por la picadura de una araña o de una oruga justo en la zona de la garganta, según dijo el médico. Sara llevó luto una semana y en seguida alivio de luto. 

–Al niño le pone triste que vaya de negro.

Jacobo, con sus ojos verdes, grandes y transparentes, le apretaba la mano. Aprendió a cultivar, desde entonces, esa sonrisa de ángel, abierta e infantil que era capaz de desarmar los corazones de la buena gente de su pueblo.