-
Algo sobre mí
-
Relatos
-
Cuentos infantiles
-
La Habitación Vacía
-
Sí, es cáncer
-
Enlaces amigos
-
Blog
-
Contacto
Le compró un montón de chuches a la salida del colegio. Y ella, todo placer, se las fue comiendo una a una, sabiendo que le acabarían sentando como un tiro. La pechera del uniforme tenía azúcar como para matar a un diabético y, de cuando en cuando, se pasaba la mano por la camisa que a primera hora de la mañana había sido blanca.
–Tampoco hace falta que te las comas todas ahora- le reprochó su madre sin mucha convicción, porque sabía que ya no había vuelta atrás y que iban a caer todas, hasta la última.
La niña se la quedó mirando con sus ojos grises, desde la atalaya de su golosa emoción y no dijo nada. Estaba muy interesada moviendo la mandíbula y la lengua, buscando algún pedacito de gominola que se hubiera alojado entre los dientes. Seguramente por eso ponía caras raras.
Como refrescaba y todavía quedaba un buen tramo hasta casa, su madre le dijo que haría bien en ponerse el chaquetón. No tenía ganas de las anginas, faringitis y toses con las que Boni solía amenizar sus inviernos. Y ella, toda obediente, se puso el tabardo, tan rojo que se la podía distinguir desde bien lejos y, ya de paso, la capucha, que era grande, enorme para una niña tan pequeña. Con su manita acarició una llave que, desde hacía tiempo, llevaba siempre consigo. Un tesoro que nadie sabía qué tenía.
–Espérame en el portal- le advirtió la mujer- Subo un momento a casa que me he venido sin la cartera y nos vamos a la compra. Pero no te muevas de aquí… ni se te ocurra.
La madre subió las escaleras a toda velocidad, volviendo la cabeza varias veces, barajando la decisión. Un minuto, dejaba sola a Boni un minuto.
Y Boni debió pensar también lo mismo, porque según desaparecía la silueta de mamá, salió disparada en la dirección correcta de la casa de la abuela, pero su decisión, con esos pocos años de edad, era totalmente incorrecta. Sabía cruzar, no había problema, y sabía también que si se metía en el metro a su madre le iba a ser imposible localizarla. Aún no se imaginaba que la boca del metro se podía convertir en la boca del lobo para una niña como ella. Y mientras bajaba las escaleras a toda velocidad hacia el andén, soltó una carcajada que hizo que una pareja de turistas orientales que subían en ese momento, volvieran la cabeza sorprendidos (“es muy rara esta gente”, seguro que pensaron en chino). Una segunda risotada de Boni, ya en el andén, debió sonar a adolescente en proceso de liberación, pero el problema es que ella no era ni siquiera preadolescente, porque a los 6 años no sé es casi nada.
Se sentó dentro del vagón, aun con la sonrisa en la boca. Y en seguida, el señor que estaba sentado enfrente le preguntó:
–Pero, ¿estás sola, niña?
Ella le respondió con los ojos y con una señal de asentimiento con la cabeza.
–Pues eres demasiado pequeña para andar sola por ahí -insistió el hombre-
–Es que voy a casa de mi abuela y mi madre no ha podido acompañarme…
–Y ¿dónde vive tu abuela?
En otras circunstancias, o mejor, en otros tiempos, el resto del vagón habría estado pendiente de ese diálogo de hombre-niña desconocidos, completamente inusual. Pero no fue así. El que no tenía puesto los cascos, estaba mirando fijamente el móvil, así que la conversación pasó inadvertida para todo el pasaje. Excepto, quizás, para una señora, pero parecía tan mayor y tan sorda que, con la mirada desvaída y sin futuro, no se enteraba de nada.
En ese instante, Boni se supo protagonista de su aventura.
–Vive en Pirámides. Ahí me tengo que bajar.
El hombre, todo cansancio, abrió un poco más los ojos.
–Pero tienes que hacer transbordo, entonces, y ¿vas a saber hacerlo? ¿Sabes que hay que cambiar de tren? -Boni se encogió de hombros y el gris de sus ojos se volvió más acerado-.
–Mejor llamamos a un empleado del metro o a la policía, porque tú no puedes estar por ahí sola.
La niña se puso en guardia. Era momento de tomar decisiones y la chispa de un instinto ancestral se encendió dentro de ella. Rompió a llorar o más bien se tapó la cara con una mano mientras fingía sollozos.
–Pero, ¿por qué lloras ahora?
–Es que mi madre me tenía que haber llevado, pero está trabajando y como mi padre se entere de que me ha dejado ir sola y vea a la policía, le va pegar esta noche- Boni intensificaba el llanto sin lágrimas con la voz entrecortada- y la última vez que le pegó estuvo en el hospital una semana y…
–Vaya por Dios- el pobre hombre vio esfumarse en esa décima de segundo las confortables zapatillas que le esperaban en casa, con una cerveza bien fría- vale, vale, no llores, que ya te llevo a casa de tu abuela.
El oficinista empezó a aflojarse la corbata y a pensar rápido. Ahora tenía una niña casi perdida enfrente, y una situación de posible maltrato de género que seguramente habría que denunciar.
Boni supo llegar a casa de la abuelita. Su viaje en el metro fue emocionante. Cuando llegaron a la estación del transbordo, se despidió con gracia de los demás viajeros. Hizo un gesto divertido y les dedicó una sonrisa enorme, en puro contraste con el llanto anterior. Nadie levantó la vista del móvil. Lo demás ya fue muy sencillo, cogida de la mano de aquel señor que no quiso soltarla en ningún momento.
El portal estaba abierto. El inmueble era muy antiguo así que subieron las escaleras hasta el último piso. Boni ascendía con rapidez e insistía en que su abuela vivía en lo alto del todo, un quinto, un sexto piso. A él debía haberle extrañado que todo el edificio estuviera vacío. Tanto, que la sensación de hueco parecía impregnar el espacio y el tiempo. Faltaban trozos de escalones, de barandilla, de paredes, pero estaba agotado y deseaba, más que nada en este mundo, llegar por fin a destino. Acabar de una vez con todo aquello.
La niña sabía que su aventura estaba a punto de terminar y el subidón que le había dado el chute de azúcar de las golosinas, ya se había disipado. El cole, mamá, papá…todo iba volviendo a su sitio, encajando en ese puzle infantil de su vida cotidiana.
El ático era apenas un esqueleto de lo que fue un edificio mediocre en otro siglo, pero allí estaba aquella vivienda donde Boni había jugado muchas veces con sus primos, la casa de su maravillosa abuela. Hacía tiempo que nadie subía por allí. Mucho tiempo desde que lo habían declarado en ruina. Boni acarició, una vez más, la llave que sentía en su bolsillo.
–¿Estás cansado?- Le preguntó a su sudoroso acompañante.
–La verdad es que sí- respondió él apenas con un hilo de voz entre jadeos.
Pero su cansancio no se debía tanto a las escaleras sino a un estado de ánimo fatalista. Se preguntó por qué había cogido ese vagón del metro y a esa hora. Por qué había tenido que decirle nada a aquella cría. Era el tipo de persona que se tropieza por la calle una caja de zapatos de la que sale un maullido lastimero y se para, coge la caja, la abre y se encuentra un problema del que es incapaz de escabullirse. Era de esos. Y hoy era el día.
–Me puedes dejar un momento el móvil? No sé si mi abuela estará en casa y no oye la puerta…
–Claro- le replicó mientras lo desbloqueaba y se lo ofrecía.
Boni cogió el teléfono y lo deslizó en el bolsillo… mientras él abría la puerta del piso que no ofreció resistencia, intentando ver algo en aquella oscuridad llena de polvo y malos presagios. Dio unos pasos dentro de lo que había sido un recibidor en otros tiempos. Boni no le siguió. Se quedó afuera viendo como el hombre entraba poco a poco en el piso. Sacó la llave del bolsillo, la colocó en la cerradura y le dio una patada a la puerta que se cerró levantando polvo.
La niña giró la llave muy deprisa, antes de que a él le diera tiempo siquiera a darse la vuelta.
Aquel amable señor se puso a gritar con todas sus fuerzas pero ella ya bajaba alegremente por los escalones desvencijados y con la barandilla a trozos. Sus pequeños pies casi bailaban entre tablones sueltos. Otras maderas apuntalaban las paredes, y aparecían precintos judiciales reventados por todas partes. Sabía que podían pasar semanas hasta que alguien subiera hasta allí.
Boni caminó un buen rato por la acera, de vuelta al metro. Tiró el móvil a un contenedor. Ya no lo iba a necesitar nadie.
Cuando ya le quedaban unos metros para llegar a la boca del metro, un coche se detuvo con un frenazo brusco. Papa y mamá bajaron tan rápido como pudieron y la abrazaron al borde de las lágrimas:
–Boni, que susto nos has dado. Ya íbamos a llamar a la policía. No puedes irte así…
–Cariño- añadió papá- sabemos que echas de menos a la abuela, nosotros también. Pero, escucha, ella ya no está. Nos dejó y te cuida desde el cielo. Ahora vamos a casa, meriendas un chocolate caliente, como el que ella te preparaba. Sube al coche, Boni…
Y ella se hundió en el asiento trasero, metiendo las manos en los bolsillos de su chaquetón rojo. Bueno, una mano, porque la otra era una pequeña garra… una anomalía, según el pediatra, que habría que resolver, pero cuando fuera más mayor. Mucho más mayor.