Un Burro en la Memoria: Cuento de Navidad

 

Debía de ser muy pequeña porque recuerdo que bajaba los escalones con dificultad, desde aquel cuarto piso donde vivía con mis padres y hermanos. El ascensor -sí, teníamos ascensor- era capaz solamente de subir pasajeros y advertía, en letras muy grandes que era imposible descender en él. A mí me habían leído ese cartel varias veces, claro, porque yo no sabía hacerlo. Aunque lo mismo me hubiera dado que pusiera otra cosa: era imposible que yo bajara sola. Era imposible que yo hiciera sola cualquier cosa. Siempre tenía a mis hermanos, más mayores que yo, cerca de mí, ideando alguna pequeña tortura que dedicarme. Pero eso había cambiado últimamente. Había empezado a hacer algunas pequeñas tareas por mí misma. Por ejemplo, esperar al autobús que cada mañana me tenía que llevar al colegio. Y en eso pensaba mientras bajaba las escaleras, ayudada por una barandilla demasiado alta y atenta a los posibles empujones de mis malintencionados hermanos guardianes/escuderos.

Pensaba en el rato de soledad del que disfrutaba en la acera mientras esperaba aquel autobús azul, ruidoso y abarrotado de niñas que cubría la ruta escolar. Eran unos minutos en los que me dejaban sola. Mi padre corría hacia el trabajo y mis hermanos al colegio. Recuerdo que mi madre no podía bajar porque estaba mal. Desde hacía algún tiempo, no se levantaba de la cama como había sido su costumbre. De eso se hablaba en mi casa en voz baja.

Al principio me daba un poco de miedo estar allí sola en la acera. Apenas había coches y ya empezaba a hacer bastante frío. Ese frío de diciembre y que yo afrontaba con el abrigo de uniforme del colegio, tan feo, marrón, tan tieso.

Cada mañana, se acercaba el basurero que en aquellos años y en aquel barrio era un señor que llevaba del ronzal a un burro que tiraba de un carro lleno de basura. No de bolsas de basura (como ahora), sino de basura que humeaba al aire libre.

El hombre, bastante gigante según mi pequeña opinión, me saludaba, a veces con un gruñido, a veces con una especia de “h” sonora. Yo era un niña educada y le respondía, aunque no recuerdo con qué palabra exactamente. El basurero desaparecía en los portales e iba bajando los cubos que volcaba, uno a uno, en el carro.

Y allí nos quedábamos plantados, cercanos, el burro y yo. Los primeros días, esos en que yo tenía un poco de miedo, empecé a hablarle. Lo hacía bajito, aunque no había peligro de que nadie me escuchara en aquel desierto de calle, con un cielo al que parecía costarle amanecer. El animal volvía las orejas rápidamente, intentando captar los sonidos, y yo seguía hablándole. Eso sí, me callaba cuando aparecía el hombrón con sus cubos y reanudaba mi monólogo cuando le veía adentrarse otra vez en el portal.

Así fue como aquel burro se fue enterando de mi vida. La crueldad y el cariño de mis hermanos, que me hacían llorar y reír a partes iguales. La enfermedad de mi madre que no la sacaba de la cama y que -según había oido relatar a mi padre en voz muy baja- la iba a llevar al quirófano muy pronto. Reconozco que esa palabra me supo mal, pero no sabía leer y no podía recurrir a los diccionarios de casa, así que me era imposible saber su significado. Quirófano sonaba a huérfano y eso sí sabía lo que era porque me habían leído muchas veces el cuento de Blancanieves: a mí me sonaba a catástrofe.

El día que me enteré, mejor dicho el día que supe que no me estaba enterando de que algo malo ocurría, lloré mucho. Le lloré al burro, que se dedicó a mover las orejas con agitación. No debía de estar acostumbrado a las lágrimas. Seguramente su dueño, el gigantón, no lloraba a menudo. El burro tampoco sabía lo que significaba el quirófano. De haberlo sabido, me lo habría contado.

Una mañana, para olvidarme del frío, le recité de memoria una poesía que tenía que llevar aprendida al colegio. Otro día, le canté un villancico porque estábamos preparando ya la actuación de navidad. Creo que le gustó especialmente porque yo lo hacía muy bien y siempre me elegían para cantar lo más difícil cuando había actuaciones en el salón de actos.

No estábamos mucho tiempo juntos. Aquellos pocos minutos eran intensos o por lo menos yo así los recuerdo. En seguida llegaba el autobús cargado de niñas que hablaban muy alto y siempre tenían alguna palabra desagradable para la última que entraba.Yo me iba deprisa al fondo, dónde estaban las mayores, bastante más simpáticas y acogedoras.

El trayecto hasta el colegio era rápido. Sobre todo en aquel bus. Era un camino corto, que, solía hacer caminando de la mano de mi madre, y no nos llevaba más de 15 minutos. Pero eso era antes de la catástrofe.

La navidad estaba muy cerca y con ella, las vacaciones. También estaba cerca la llegada de mi abuela que, según escuché, venía para echar una mano en casa. Normalmente en esa época mi abuela aparecía con un pavo, lo que suponía un lío generalizado en toda la casa durante días, porque el animal venía en una especie de cesta de arpillera por la que asomaba la cabeza. Como no había frigorífico en el tren, la abuela lo transportaba vivo desde el pueblo. Vivo, bien cebado y animoso. El jaleo comenzaba con las carreras del pavo por el pasillo, seguramente conocedor de la escasa suerte que le esperaba y dispuesto a cobrar cara su captura. Pero eso, también era antes.
Aquel año el pavo se quedó en el pueblo. No había sitio en mi casa para escándalos.

El último día de clase bajé más deprisa que de costumbre porque tenía muchas cosas que contarle al burro: las cajas con el Belén y los adornos que ya había subido mi padre del trastero para que, a la vuelta del colegio, los pusiéramos mis hermanos y yo por toda la casa, un vestido que me había traído mi abuela para que estrenara en la cena de nochebuena… La carta a los Reyes, que era una tarea bien complicada para una niña que no sabe leer ni escribir y yo quería estar segura de que les llegara bien claro lo que quería exactamente.

Aquel día mis hermanos, según tenían costumbre, salieron corriendo hacia su colegio. Mi padre se volvió para darme un beso y se dio cuenta de que algo me pasaba. Yo tenía los ojos fijos en el sitio en el que solía estar el burro porque, en su lugar había una pequeña camioneta. El gigante basurero, acompañado de otro individuo hacía lo que todos los días, entrando y saliendo de los portales con los cubos de desperdicios. Pero el burro no estaba.
–“Buenos días, Damián” -se acercó mi padre conmigo de la mano- “últimamente le he visto poco, siempre voy con prisa”.
–“Buenos días nos dé Dios” – le respondió el hombre. Era la primera vez que le oía hablar-.
–“Ya veo que se está modernizando” – le dijo mi padre me imagino que por decir algo.–
–“¡Quiá! No me ha quedado otra. He tenido que llevar al “Chico” al matadero anoche.

Aquel asunto era serio. Al gigante -ahora sabía que se llamaba Damián- le caían lagrimones por las mejillas y no hacía nada por apartarlos.
–Ya ve, 25 años que lo tenía…pero ya no podía, en la casa ya no lo permiten. Cosas del ayuntamiento”.

Mi padre se acercó y le tocó el hombro, dejando la mano allí unos instantes mientras le decía algo que ya no escuché.

¿Matadero? ¿Qué era matadero? ¿O había dicho maderero? Sí, seguramente era maderero… Imaginé un establo de madera, bonito y bien brillante, con hierba fresca y al Chico -ahora sabía también cómo se llamaba el burro- tan contento allí. Las lágrimas de Damián no significaban nada bueno. Las de la abuela, cuando entró aquella tarde en casa sin el pavo y abrazó a mi padre, tampoco.

Los días de Navidad fueron pasando en aquel ambiente raro, tranquilo, donde había que hacer poco ruido para no molestar. El belén quedó precioso aunque este año no llevaba musgo y nadie tuvo tiempo para pegar la mano de San José que se había quedado manco. La mula fue para mí la figura estrella en aquellas fiestas. No se parecía mucho al Chico porque tenía las orejas poco largas y aun menos expresión pero, para mí, verle en aquel sitio, tan maderero (¿o había dicho “majadero”?) me gustaba.
¿Sería “manadero”? ¿O “matraqueo”? La palabra no dejaba de inquietarme.

Los reyes vinieron puntuales con sus regalos como siempre, fieles a la carta que mi hermano mayor había escrito por mí. Lo único que no trajeron fue la alegría que yo echaba de menos y que había sido sustituida por unas sonrisas más o menos compuestas. Me costó devolver la mula a la caja cuando deshicimos el belén.

Ese día, ya no pude más. Me acerqué a mi padre y le tiré del borde de la chaqueta. Él me miró, desde arriba. Le pregunté:

-–“Papá, ¿qué es quirófano?”.

Se quedó quieto un instante, alargó el brazo hacia la mesa y me ofreció un mazapán. El último que quedaba.