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Llegó una mañana, como tantas otras, a la estación del metro. Bajó las escaleras y echó mano de la cartera para sacar la tarjeta de transporte. Y la cartera estaba, pero el dichoso carnet no. El caso es que no recordaba dónde lo podía haber dejado… ¿se le había caído por ahí? Qué extraño… Así que le tocó pagar el billete y con cierta rabia, desde luego.
Y siguió encontrando todo muy raro, cada vez más, porque según avanzaba el tren, le costaba trabajo recordar su parada. No es que fuera un viaje esporádico, no. Cada mañana desde hacía 20 años y excluyendo los fines de semana, salía de su casa y se dirigía a la oficina. Pero hoy no acertaba a bajar en ninguna estación. Todas le resultaban conocidas, todas indiferentes.
Cuando ya estaba empezando a perder la paciencia escuchó una voz amiga desde el fondo del vagón:
-¡Matías! ¡Qué pasa, hombre! Hoy llegamos tarde al curro. Venga, que nos bajamos en la próxima -le apremió el colega que veía que no terminaba de decidirse-. Por cierto, tienes manchado el hombro. Parece una cagada de pájaro.
Suspiró aliviado, porque recordaba que se sentaba en una mesa, y más o menos se pasaba el día rellenando pedidos, haciendo informes y estudiando ofertas. Un trabajo metódico y no muy creativo que le permitía llevar una vida desahogada, organizada y solitaria e incluso salir de vacaciones una vez al año, en un apartamento, en el piso 16, en tercera línea de playa.
Hasta ese día todo había ido bien pero hoy era distinto. Hoy casi nada era lo que parecía o se esperaba. Le costaba concentrarse… y en un acto reflejo se pasó la mano por la frente, por la cabeza, alisándose la medio calva que ya lucia. La sorpresa fue que notó algo entre el escaso pelo. Se miró la mano y allí pegados a la palma estaban unos granitos de….alpiste. ¡Alpiste! Eso sí que era raro. Pequeñas semillas que cayeron sobre los papeles de la mesa.
Delante del espejo del baño siguió investigando y al alpiste ahora se le unían unos cuantos cañamones y un ruido como lejano, agudo, que se le iba metiendo por el oído y le empezaba a resultar bastante molesto. Cuando bajaba en el ascensor camino a la calle, el bastante se estaba convirtiendo en mucho y entrando en los grandes almacenes le iba naciendo una emoción muy parecida al pánico.
Las sensaciones, los ruidos, ese chirrido continuo que le martilleaba ya sin piedad la cabeza hicieron que se tropezara con una vendedora a la que suplicó, de una forma atropellada, que le indicara la zona donde vendían sombreros.
-Ahí mismo señor, en el siguiente pasillo.
Porque Matías, que él recordara, nunca, nunca había llevado sombrero, ni gorra, ni boina…nada que tapara su pelo, incluso en los últimos años en que ya ni le abrigaba ni le quitaba el sol, pero este asunto era de la máxima urgencia. Se puso el primero que vio, oscuro, ala ancha y con el tamaño suficiente para albergar tanta confusión. Ya no era cuestión de una pocas semillas que habían ido cayendo y poniendo perdidas las hombreras del traje, ahora se trataba de disimular, esconder una evidencia: Matías, tenía la cabeza llena de pájaros.
Lo había comprobado sin necesidad de espejos, ya que al pasarse incautamente las manos por la cabeza, se había llevado un buen picotazo.
Salió de la tienda más tranquilo. El efecto del sombrero había obrado milagros y parecía que los pájaros se estaban quedando dormidos. No más trinos, ni piares, ni patitas que rascan el suelo, ni piquitos desmenuzando el pelo como si fueran lombrices. Definitivamente dormidos.
Con el sombrero calado hasta las orejas entró en el parque y se situó debajo de un buen árbol. Afortunadamente, el banco estaba vacío así que se sentó despacio y procedió a quitarse el sombrero. Su esperanza era que los pájaros, al verse libres en cielo abierto y con un apetecible sauce al que migrar no se lo pensaran dos veces. Pero sintió que seguían ahí, inmutables. Con el solecillo y el fresco parecía que se iban despertando, pero ya sin agresividad, ofreciendo una tregua a su arrendador.
Estaba tan abstraído con sus nuevas sensaciones que no se dio cuenta de una muchacha que pasó corriendo, enfundada en un chándal gris y rosa, y luchando contra el frío con un trote rápido y regular y la capucha bien subida. La chica sí le vio y parándose casi con brusquedad tomó asiento en el otro extremo del banco. Mientras recuperaba el aliento, le dedicó una sonrisa con la boca abierta y todavía un poco jadeante. Con un gesto rápido intentó Matías ponerse el sombrero, pero ella levantó una mano y le susurró:
-No se preocupe, por favor, no me molestan sus pájaros.
Él la miró brevemente. En seguida bajó la cabeza y con la vista en el suelo se atrevió a decir:
-Gracias por hablar bajo… es que todavía no sé lo que me ha pasado, pero ¡fíjese!- Ya veo… y parece que están a gusto.
-¿Hay muchos… pájaros? -se atrevió Matías a pronunciar la palabra.
-Pues…yo diría que unos 5. Cada uno en su hueco. Solo asoman el pico y poco más.
-Una desgracia, una desgracia…- A Matías se le caían las lágrimas, momento que aprovechó un petirrojo para descender por la cara y beber con todo el descaro.
-Pero hombre, no se lo tome así.
-¿Y qué voy a hacer ahora?
Ella se encogió de hombros levemente y continuó:
-¿Qué le gustaría?
-Eso es lo peor- y movía la cabeza con disgusto, despacio para no irritar nuevamente a los animalillos- lo peor es que ahora me apetece… subirme a ese árbol, o a un avión, dejar el trabajo, bañarme en la fuente…. Yo que he llevado una vida tan juiciosa….
-Pero no llore, que las lágrimas están saladas y les va a dar más sed a estos….- a la chica se la veía realmente enternecida e intentaba a golpe de capirotazos que los pájaros, que ya bajaban por la cara de Matías, volvieran a la cabeza.
-Y más cosas se me ocurren….voy a hacer un curso de capitán de barco y me voy a atravesar el estrecho de Magallanes. Se acabó el metro a hora punta. ¿A que parece grave?
La chica estalló en aplausos y risas. Así siguieron un buen rato. Él diciendo lo primero que se le ocurría y ella celebrando cada ingenio con grandes aspavientos.
-Escribiré mis memorias y se las dedicaré a los hijos que nunca tuve. Me haré rico y cambiaré el apartamento en la playa por un piso en Nueva York. Y a lo mejor me compro una isla en la que no haya ningún gato.
Ella reía y disfrutaba, agitaba los brazos y las piernas. Los pájaros asomaban la cabeza por los pequeños nidos pilosos que ahora eran su casa y miraban atónitos la escena.
La muchacha se arrojó en los brazos de Matías y antes de que él se pudiera reponer de la sorpresa, le dio (o más bien, propinó) un beso en medio de la boca.
-Es usted realmente muy divertido- terminó por decirle- va a necesitar ayuda para tantos planes.
Ella se apoyó en su hombro. La capucha del chándal resbaló descubriendo su cabeza. Y allí, en lugar de un pelo castaño, como Matías había creído adivinar, apareció un penacho de plumas marrones y blancas y un pico pequeño, como una protuberancia oscura, que separaba dos ojitos diminutos que formaban toda la parte superior de la frente de la chica. Una chica con una verdadera cabeza de chorlito.