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Luz caminaba hacia la iglesia como cada día, dando pasos cortos, con la bolsa en la mano meneando el bizcocho que aún rezumaba calor y azúcar, la cabeza algo distraída, repasando lo que había subido la harina y los huevos y se le ponía en un pico cada vez que le llevaba al párroco el dulce porque a ella nadie le regalaba el dinero, ni el dinero ni nada porque hacia ya mucho que nadie, nadie le había hecho un regalo, si es que las flores que le mandaron cuando murió su madre eran un regalo o se le podía considerar un regalo como tal o no lo era. Porque ella vivía de una pensión muy pequeña, de maestra y ya ni se acordaba de lo que era desenvolver un paquete bonito, con lazo, como el que abría cada cumpleaños, cuando era niña. Pero de eso hace ya mucho tiempo y ahora la piernas estaban bastante más cansadas y llegar hasta la iglesia le iba costando y que no se creyera nadie que le hacía la pelota al cura, porque Don Julián era una buena persona y había tenido siempre una palabra amable y contaba con ella. Ya lo creo que contaba con ella porque quien, si no, iba a lavar las cositas esas de la misa, el cáliz y la patena y todo eso que se ponía perdido cada vez que Don Julián decía la misa desde que, el pobrecito, ya está tan mayor, que babea mucho y se pone todo perdido, como cada día. Hoy especial, hoy toca bizcocho porque es domingo y se queda un ratito más para ayudar, solo un ratito porque para otras cosas, ya tiene Don Julián a su ama, que no le cae muy bien pero es simpática con ella. Bueno, con ella y con todos. Así es.
Y cuando llega Luz a la iglesia ya está todo abierto y apenas le da tiempo a encender las velas, porque el ama se le ha adelantado, siempre se adelanta y, si se descuida Don Julián, le dice misa la Negra, que es tan morenita que se quedó con ese nombre desde que llegó al pueblo. Don Julián no. Le llama Gladys, por su nombre, porque es un señor y no le gusta que llamen a la gente por otro nombre.
El cristiano, hijos, que todos tenéis un nombre cristiano, dice. Y nadie le hace caso y la Negra se ha quedado así para siempre jamás.
Hoy la iglesia se llena, señora Luz, que vienen todos los Pidal, que parece que celebran el cumpleaños del Viejo, comenta la Negra.
A Luz se le sube el púrpura a la cara, como si le hubieran dicho que iba a venir el mismísimo Papa a saludarla y le añade más tinte al colorete que esta mañana se ha dado sin escatimar. Eso le dice la Negra y se vuelve hacia los ropones que se va a poner el cura para la misa mientras sonríe. Eso no lo ve Luz que se entretiene dejando la bolsa con el bizcocho en el armario de la sacristía mientras le tiembla la mano un poco. Sólo un poco porque ella es una mujer tranquila que va a lo suyo y maldita la gana de ver a esa familia y al Viejo, a Don Eugenio, que ya se podía haber muerto hace tiempo cuando le operaron de aquello tan malo, que nadie daba un duro por él y allí estaba, en el último banco, con todos los hijos y los nietos, apoyado en su bastón y con ese porte, todavía, tan derecho, a pesar de lo malo que había estado que parecía que no le quedaba vida, por lo que habían dicho porque a ella ya no le importaba lo más mínimo lo que le pasara a ese hombre si se quedaba tieso o le metían un tiro porque ya no vivía en el pueblo y lo que a Luz le llegaba era por otros que siempre había quien estaba al tanto de todo y le gustaba contarlo.
Don Julián ha alargado hoy la homilía, se ve que ha querido lucirse y cuando ha hablado de las tentaciones de la carne, ha mirado de reojo a Luz o eso le ha parecido a ella aunque no le ha prestado atención porque está en sus cosas porque se mira las manos y, si lo hubiera sabido, se habría pintado las uñas y puesto el traje de chaqueta del otoño pasado que le queda bastante bien aunque ahora no está acostumbrada a las faldas y casi todo el tiempo lleva unos pantalones cómodos y prácticos de lavar y poner y habría llevado otros zapatos, que estos que lleva están regularcillos. Eso está pensando Luz y ya toca coger el cestillo y pasar por los bancos para que la gente suelte algo de dinero que hoy es domingo y está la iglesia llena. No se quejará Don Julian, no, que va a tener bien de dinerito fresco para sus obras pías que no sabe ella cuales serán porque nunca le ha visto soltar un céntimo ni cuando ella tuvo que pagar el entierro de su madre que, la pobre se marchó al otro barrio sin dejar nada más que una labor de ganchillo a medias. De las obras pías se ríe Luz, y se acuerda de las medias que lleva la Negra, tan nuevas siempre, sin una carrera, aunque no tiene muchas ganas de reírse, la verdad. Está llegando al banco de los Pidal y ella con el cestillo en la mano y esas uñas sin pintar que más parece que lleva todo el día fregando en lugar de hacer el bizcocho para el cura.
Y no quiere ni levantar la vista. El hijo del Viejo se hace el remolón con la cartera, eligiendo y ella parada ahí, viendo como las nueras empiezan a abrir los bolsos. No quiere mirar y se encuentra con los ojos del Viejo, porque así pasan las cosas en este mundo que no quieres y haces, sin querer pero haces, como encontrarte con esos ojos ya medio blanquecinos y firmes y risueños, como ella los recordaba y no es que piense mucho en él pero hay que reconocer la verdad aunque no quiera. Unos ojos así que llegan y la enturbian el respeto y le recuerdan las ganas y ella vuelve a ver, en el fondo de esas veladuras el reflejo de sus tetas. Las de antes, las de los 20 años recién cumplidos. Cuando eran dos cachitos de bizcocho de azúcar y yogur eso le decía él mientras se los bebía a pequeños sorbos y decía cosas que ella ni siquiera entendía. Porque todo aquello fue hace mucho tiempo, cuando estrenó su puesto de maestra en el pueblo, en un pueblo del que ni había oido hablar, con su casita en la parte de atrás de la escuela y donde Don Eugenio Pidal había entrado sin regalos y sin promesas, como si formara parte del contrato que la ataría a aquel sitio toda la vida.
Eres puro azúcar decía él, eso le decía mientras le desabrochaba la falda y hundía la lengua en su cuello. Y ella vibraba y se le ponía la piel toda de punta y se abría, sin querer pero se abría porque ella lo notaba, y las bragas se le empapaban de almíbar. A la espera. Él había entrado poco a poco en aquella casita. Nada de situaciones bruscas y así era él que todo le gustaba despacio, lo que hacía y lo que se dejaba hacer porque a la primera visita de cortesía le siguieron otras cada vez más calientes en las que Eugenio le iba pidiendo cosas, como si su destino en la vida fuera pedir y que se le diera y ella dar y dar.
Como ahora, con el cestillo en la mano, para que se rascaran la cartera todos esos y el cura pudiera seguirle comprando las medias a la Negra que lo que es a ella, las gracias y nada más.
Ponme la miel en los labios le decía, eso le decía Eugenio para hundir la cabeza entre sus piernas y deslizar, sin prisa, la punta de la lengua por sus recodos. Y lo hacia muy bien, tanto que ella deseaba su verga más que nada y él la paseaba, erguida como la torre del campanario porque desde que entraba en la casita, cuando ya se había hecho costumbre, se quitaba los pantalones y deambulaba así, apuntando a la azotea y restregándola por sus pezones cuando iba amainando el ímpetu.
Ven si la quieres. Pruébala y te la comes despacio le gustaba decir a Eugenio casi en un susurro.
Y así aprendió Luz a comer, a empujar, a tocar, a esperar y a conquistar la leche de aquel hombre que se derramaba en cascadas y en cascadas ella perdía el sentido y la vergüenza que nunca tuvo porque a ella nunca le habían regalado nada y las joyas que lucía la mujer de Don Eugenio eran todas de verdad que eso se notaba desde lejos y a ella ni unas flores.
Luz mira al Viejo con desafío y se ríe por dentro pensando en que ya se le habrá aflojado el pararrayos y sobre todo desde la enfermedad esa tan mala que dicen que ha tenido. El cestillo, que curioso, no pesa hoy casi nada. Este domingo no lleva apenas la chatarrilla que suelen dejar los parroquianos siempre. Aparta la mirada de los ojos del Viejo para ver que va hasta arriba de billetes, tantos que ella no ha visto juntos nunca y por eso y sin pensarlo se va hacia la sacristía para sacar el bizcocho de la bolsa y lo deja al lado del paquete de hostias que hoy no se van a consagrar y ya no está caliente pero aún rezuma un poco de líquido porque eso es lo que pasa cuando se ponen más huevos de la cuenta y demasiado yogur y leche y no se termina de amasar bien y que no se queje el cura porque a ella nunca le han regalado nada y si sale por la puerta de la Iglesia con la bolsa llena de billetes es porque así pasan estas cosas y seguramente su destino no era acabar en ese pueblo sino en otra parte.
Ya ha dejado atrás la iglesia y oye a Don Julián que acaba su misa:
Podéis ir en paz
Amén dice ella.